Tesoros, dones y milagros
La plaza de Santa Catalina de los Donados tiene más historia que metros. Acendradas tradiciones y devociones madrileñas confluyeron en este rectángulo exiguo que nadie osaría en llamar plaza si no fuera porque como tal la proclama su rotulación. Antes de que Madrid soñara con su noble y abrumadora responsabilidad capitalina, ocupaban este céntrico enclave la viña y la casa de don Pero Fernández de Lorca, tesorero de los reyes castellanos JuanII y EnriqueIV. El cargo, por muchos honores que conllevara, no era precisamente una bicoca, sino todo lo contrario, sobre todo en tiempos de don Enrique, llamado El Impotente por sus detractores. De las dolencias e impotencias que sufría, por contagio de su rey, el tesorero don Pero, en el desempeño de su labor, da noticia el imprescindible Pedro de Répide, cronista de cronistas, que refiere cómo el sufrido funcionario acabó dimitiendo de su cargo al no poder hacer frente a las exigencias de la reina doña Juana, esposa de Enrique y del favorito de ambos, don Beltrán de la Cueva, responsable principal de la leyenda negra de su rey como presunto y pregonado padre natural de la infeliz heredera de su trono conocida como Juana la Beltraneja.La reina y el favorito se aprovechaban de la existencia de una galería subterránea que comunicaba el antiguo alcázar real con la vivienda del tesorero, en la que entraban cuando les placía, como Pero por su casa, siempre dispuestos a la rapiña. Haciéndose cargo de sus problemas, el rey aceptó la dimisión del tesorero, a quien, sin embargo, mantuvo a su lado como secretario en una corte pobre de recursos pero rica en secretos y harta de conjuras.
La manía de excavar túneles y galerías en el subsuelo de la urbe viene de antiguo, como se ve, aunque hoy alcance el paroxismo. Noticias y leyendas sobre pasadizos subterráneos abundan en los anales de la urbe, casi siempre relacionados con el real palacio, antiguo y nuevo, de la plaza de Oriente, pasajes construidos por razones defensivas y de seguridad, pero utilizados más a menudo en lances galantes, encuentros furtivos y juergas de tapadillo.
Definitivamente hastiado de las intrigas y fatigas cortesanas, el buen don Pero acabó por mudarse y cedió su casa y su viña a los menesterosos, fundando una caritativa institución que dedicó a santa Catalina, virgen y mártir, por la que sentía especial devoción. Llamóse donados a los humildes beneficiados por sus dones, y todo fue bien hasta que un monje jerónimo del Buen Retiro, designado como rector de la obra pía, tuvo la ocurrencia de uniformar a los pupilos de forma algo más que estrambótica con hábitos pardos, becas azules, sombreros de ala ancha y bastones a juego. Además era de reglamento que llevaran bucles empolvados, "lo cual", apunta un cronista, "parece excesiva coquetería y complicación propicia al desaseo". El colegio de Santa Catalina fue una de las instituciones madrileñas más respetadas en la reforma de asilos piadosos efectuada por FelipeII. Los acogidos siguieron llevando con resignación sus tirabuzones y sus perifollos, pero alguno hubo que no aceptó tan de buen grado que desapareciera la célebre viña para levantar casas en su solar.
Devoción y picaresca conviven aún en las costanillas y callejas aledañas, en un triángulo que tiene sus vértices en las plazas de Ópera y Santo Domingo y en la Puerta del Sol. Pero hasta la recoleta plaza de Santa Catalina y al callejón de los Donados no llegan los ecos tabernarios, los rumores de la agitada vida golfa y nocturna de la zona. Prostíbulos y conventos, garitos y oratorios se suceden, hoy como antaño, en este dédalo de imposible cuadrícula.
En la calle de los Donados, casi esquina a la plaza, como vestigio de tiempos pretéritos, más piadosos que los actuales, se encuentra el pequeño santuario del Niño del Remedio, peculiar y secular, pues ya cumplió un siglo, devoción madrileña centrada en una imagen corta de talla y de pretensiones artísticas, pero sobrada de poderes taumatúrgicos, según daban cuenta las numerosas lápidas y exvotos que hasta la reciente remodelación cubrían los muros del oratorio, una nave escueta y desnuda que se ilumina naturalmente a través de un lucernario situado sobre su único altar.
Corrían los últimos años del pasado siglo cuando don Pedro Martín Marrazuela, encuadernador que tenía casa y taller en la cercana Costanilla de Los Ángeles, adquirió por 100 pesetas prestadas la imagen del santo niño a una dama madrileña obligada a vender sus pertenencias antes de trasladarse a Cuba. Extasiadas como su progenitor por la belleza y dulzura que desprendía la talla, las hijas de don Pedro habilitarían un pequeño altar por el que empezarían a desfilar con sus oraciones y sus súplicas los primeros devotos, que darían origen a una cofradía que pronto haría célebre en Madrid esta nueva advocación del Cristo niño. Advocación elegida por sorteo entre las varias que propusieron los cofrades. La mano inocente del divino infante sacó la papeleta que le nominaría como "Santo Niño del Remedio", descartando las restantes denominaciones propuestas que le asociaban con el "Perdón", "El Consuelo" y "La Esperanza".
Del taller de encuadernación pasó al cabo de los años la milagrosa imagen a la pequeña iglesia de Santa Catalina de los Donados, donde sigue siendo venerada por sus fieles. La plaza y la calle del oratorio son un oasis de tranquilidad y recogimiento a dos pasos del ajetreo ciudadano.
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