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La música como excepción culturalAGUSTÍ FANCELLI

Es un hecho que nos pierde la estética. La visual, se entiende por defecto. Porque de la auditiva, a pesar de ser tierra de orfeones y caramelles, andamos bastante más sordos, al menos por lo que a debate público se refiere. La decisión de abrir un concurso restringido a cuatro pintores rigurosamente contemporáneos para decorar los rosetones del Liceo amenaza con suscitar una controversia pública bastante más encarnizada y sesuda que la que en su día provocó la decisión de reconstruir el teatro. Como suele decir Josep Caminal cada vez que se le menta la bicha, ésta es una cuestión superada: sirvió únicamente para que Eduardo Mendoza escribiera un memorable artículo sobre la improcedencia de ir a buscar al asilo a un abuelito similar al que se nos murió para sobrellevar nuestra pena. The rest is silence: Shakespeare y Caminal tienen toda la razón. Sin embargo, ese silencio de los corderos acaba por no ser todo lo bueno que Caminal podía esperar. Hace unos días la junta del consorcio aprobó el contrato programa por el que el teatro se dota con unas líneas de programación y gestión hasta el año 2004. Ese contrato contiene puntos de vista que deberían ser de obligada discusión ciudadana. Por ejemplo, que Barcelona ha sido históricamente una ciudad de primeras gargantas belcantistas y que hay que perseverar en esa línea, por más que hoy festivales líricos punteros, como los de Salzburgo y Aix-en-Provence, la hayan abandonado en favor de la homogeneidad de las producciones con cantantes menos conocidos pero dispuestos a conceder el tiempo de ensayos que haga falta para que el resultado sea impecable. Cabe suponer que a la dirección del teatro le sería muy útil un debate en esa dirección, con el fin de pulsar sensibilidades diversas al respecto. Pues bien, va a tener la callada por respuesta. Mucho más apasionante nos resulta especular sobre el rechazo de Miquel Barceló al encargo de garabatear los rosetones, así como las cuitas de Amat, García-Sivilla, Perejaume y Grau para llevarse el gato decorador al agua. Un detalle de la sala nos excita infinitamente más que lo que vaya a ocurrir en el escenario. Nos pierde el fetichismo de la imagen: la cultura del detalle es nuestra pasión real y confesa. ¿Para muestra no vale un botón? Pues vayámonos al auditorio de la plaza de las Glòries. El otro día, el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, Joaquim de Nadal, mostraba a una quincena de periodistas el estado de las obras de esta nueva infraestructura cultural. Su discurso versó sobre el pulcro revestimiento en madera de arce del interior de la sala sinfónica, los claros estucados venecianos de los accesos, la alta tecnología de los equipos del lugar. Ni una sola palabra sobre los contenidos del centro. Simplemente porque no los hay. En Barcelona se construye un auditorio que cuesta un congo, pero a nadie se le ocurre designar a un director artístico para que esboce un proyecto de la rentabilidad cultural que tal inversión pública debe reportar al ciudadano, antes incluso de que la totxana empiece a subir. ¿Libro Blanco del auditorio? ¿Para qué? Las administraciones se han referido muchas veces a este equipamiento como una caja vacía. Esta caja debe acoger a la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya y luego a todo tipo de manifestaciones, concertísticas o no: desde el rock y el jazz hasta congresos y convenciones. Ése es todo el proyecto de contenidos. Como se ve, no va mucho más allá de postularse como simple competidor del Palau de la Música, que, conviene no olvidarlo, es de titularidad privada. Significativo a este respecto es que al frente del auditorio se haya puesto a un gerente -cuyo norte ha de ser, por imperativo del cargo, la rentabilidad en la explotación del edificio-, sin sentarle en la mesa de al lado a alguien que prefigure un modelo de centro de cultura, que es lo que en principio debería ser un auditorio. Se trata de una excepción en el panorama ciudadano: Liceo, Macba, MNAC, Teatro Nacional, CCCB, futura Ciutat del Teatre..., todos se han dotado con una cúpula bicéfala de gestión. La música, no: la música es la excepción cultural. Hace años, en una visita de obra similar a la realizada ahora por De Nadal, el arquitecto Rafael Moneo rezaba porque se firmara finalmente el acuerdo con el Departamento de Enseñanza de la Generalitat por el que los últimos cursos del conservatorio de música habían de trasladarse al auditorio. Evidentemente, Moneo pensaba que no es lo mismo proyectar un edificio contenedor para lo que Dios o las administraciones decidan en un futuro impreciso que construir al servicio de una necesidades culturales vivas y concretas como las que supuestamente generan los estudiantes de música de grado superior o los visitantes de un museo de la música que pretendan algo más que la simple contemplación mortuoria de unos instrumentos encerrados a cal y canto en unas vitrinas, como ocurre en la casa Quadras. Muchos años después, la indeterminación sobre este asunto permanece intacta. Despejarla de una vez significaría empezar a hablar de contenidos reales del auditorio. Pero eso va para largo. De momento habrá que conformarse con opinar sobre los revestimientos en madera de arce. Lo dicho: nos devora la cultura del detalle. El criticado Libro Blanco de Josep Maria Flotats para el Teatre Nacional y el ácido debate sobre los contenidos de las colecciones del Macba son agua bendita comparados con el silencio (de los corderos) que rodea al hecho musical barcelonés, tan sólo roto por determinados rifirrafes de vuelo gallináceo sobre unos rosetones o unos acabados de diseño. En tierra gloriosa de orfeones y caramelles, resulta penoso, la verdad.

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