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Tribuna
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Ellos

Ellos son todos iguales y, además, siempre son los mismos. Nosotros, sin embargo, somos distintos; los nuestros, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestro idioma, nuestro partido, nuestras costumbres son otra cosa. Nosotros y ellos, nosotros frente a ellos, constituyen el discurso preferente de las sociedades cerradas. En los sistemas democráticos, por el contrario, se disuelve progresivamente esta contraposición entre lo propio y lo extraño. Las sociedades abiertas, democráticas, necesitan muchas cosas para mantenerse. Necesitan tiempo y necesitan economía. Pero también necesitan cierto ambiente cultural, algunos sentimientos y una forma de pensar que alimente al sistema. La mayor parte de los ciudadanos deben estar satisfechos de sus propias vidas, adaptados a la sociedad, dispuestos a defender su estilo de vida. También deben tener confianza en los demás, en todos en general, y no por una actitud bobalicona, sino porque existen unas reglas de juego firmes y claras, que hacen así innecesario y casi grotesco sentir la necesidad de defenderse de ellos y refugiarse en los nuestros, en los más próximos, para poder sobrevivir dignamente. Y además necesitan estabilidad, sentir que las cosas no pueden cambiar bruscamente, que no todo es posible; no tanto como creer en el fin de la historia, sino algo así como pensar que se está viviendo una historia sin fin. Satisfacción vital, confianza interpersonal y cierto sosiego histórico constituyen una buena parte de la cultura democrática actual. Por eso no son buenas ni de buen augurio algunas de las tendencias actuales. No es buena la falta de liderazgo internacional, en las grandes potencias, no ya porque revela que cualquiera puede llegar a ser presidente sino porque el presidente puede llegar a ser un cualquiera. Como tampoco es positivo el cambio radical de la Unión Soviética ni el drama premoderno de la Rusia actual, que nos lleva a pensar que todo nos puede volver a ocurrir, hasta el hambre como argumento político. Todavía es menos aceptable el tremendismo informático del efecto 2000, que pretende hacernos desconfiar hasta de los ascensores de fin de año. Y menos aún la criminalización de la política, la nacionalización de la cultura o la discriminación por el idioma. Todas son tendencias amenazadoras que nos obligan a replegarnos sobre nosotros mismos, a protegernos entre los nuestros, entre los más próximos. Nos encierran en nosotros y nos enfrentan a ellos. De nuevo la vieja dinámica entre nosotros y ellos. No está mal que la sociedad valenciana estimule su cultura, fomente sus peculiaridades y desarrolle múltiples formas de expresión. Eso no perjudica a la cultura política democrática, todo lo contrario. Lo único que puede preocuparnos es la aparición de la sombra de ellos entre nosotros, de cualquier ellos; los de afuera, los de arriba, los contrarios. Por eso, el principal objetivo del proyecto político valenciano debe ser mantener abierta nuestra sociedad ante un nuevo modelo de Estado, un modelo que inspire confianza sin excluir a nadie. Y por eso es necesario estimular la satisfacción ante el estilo de vida, desarrollar la confianza en los demás y defender la estabilidad frente al próximo período histórico. Cualquiera puede proponer este objetivo, pero sólo se puede conseguir entre todos.

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