Perfecto Sean Penn y nueva farsa esperpéntica de Emir Kusturica
Melanie Griffith frena admirablemente al exagerado James Wood
Con Gato negro, gato blanco, el bosnio yugoslavo Emir Kusturica sigue contando las esperpénticas andanzas de la tribu de su Tiempo de los gitanos de hace una década. Vuelve a salirle una película ocurrente, de arrolladora inventiva, pero mal medida, incontinente, desparramada. Todo lo contrario que la estadounidense Hurlyburly, que es pura teatralidad concentrada y discurre sobre la sensación de un inminente estallido de la pantalla, cargada hasta el límite de la alta tensión eléctrica que un Sean Penn perfecto, que aguanta las fuertes presencias de Meg Ryan, Kevin Spacey y Chazz Palmintieri sin ceder un palmo de su terreno.
Dirige Hurlyburly Anthony Drazan, un joven procedente por oficio de la escuela californiana pero, por su formación neoyorquina, emparentado con el estilo sintético que David Mamet ha puesto en circulación como observatorio de las negruras de la vida de su país. Dice Drazan: "Me gusta haber hecho esta película porque en ella pude observar a la gente, sobre todo a esa gente de vida turbulenta y desordenada que se sabe metida en el callejón sin salida de una vida cotidiana sin destino y no tienen más recurso para protegerse de la desorientación que engañarse a sí mismos, llámese este autoengaño éxito, sexo o cocaína".Ocurrió algo muy significativo durante la conversión en película de esta obra teatral de Daid Rabe. Hurlyburly era, sobre el papel, una comedia. Todo lo negra que se quiera, pero comedia, por su tonalidad no enfática, su ritmo vivaz y su desarrollo coloquial sobre juegos escénicos de réplica y contrarréplica. Pero Sean Penn transformó, volvió del revés como un saco, la convención genérica y, en el día a día del rodaje, fue imponiendo una carencia de frenética intensidad metafórica, que desvió inapelablemente la comedia hacia el terreno de la tragedia. Un revelador signo de autoría de un actor que Drazan considera, y no va descaminado, "el mejor de nuestra generación". Es decir: de los que con más de 30 años aún no han alcanzado los 40.
No lo tuvo fácil Sean Penn. Se adueñó de la pantalla, pero la compartía nada menos que con Kevin Spacey, otro grande de su generación; Chazz Palmintieri, un inteligentísimo bufo procedente del off Broadway neoyorquino. Y Meg Ryan, bellísima actriz que por fin ha decidido cortar con el suicida endulzamiento de su talento en que estaba embarcada y entrar al trapo de la llamada de la dificultad y la verdad cinematográfica. La réplica que este poderoso reparto da a la apuesta trágica de Sean Penn es cine fascinante, cautivador, pero él lo encaja con el poderío de un viejo príncipe de su oficio.
La lección de Melanie
Es decir, lo encaja con genuino genio interpretativo, que es lo opuesto a lo que muestra su vociferante y embarullado colega James Woods, que en la babosa y sanguinolienta carnicería de Otro día más en el paraíso -nueva tarantinada de Larry Clark, director de la turbia y turbulenta Kids- recibe una contundente lección de mesura y eficacia por parte de Melanie Griffith, que muerde sin hacer esfuerzo la imagen y se come crudos con sólo un pestañeo a todos los molinos de viento de la gesticulante impotencia expresiva del señor Woods. Gran actriz para una deficiente película, que su elegancia, su talento y su fotogenia no se merecen.Y en medio de las amarguras, maravillosas unas e idiotas otras, norteamericanas, llegó desmelenado Emir Kusturica y soltó el diluvio de ocurrencias visuales de Gato negro, gato blanco, en el que sus entrañables gitanos de hace 10 años han convertido su pobre horda en una rica mafia, su apaleada tribu en una apeladora turbamulta. La guerra y el comunismo yugoslavos se acabaron, la antigua piña gregaria de zíngaros libertarios errantes ha probado el sabor de la economía de mercado y cambia el trueque por la ingeniería financiera, la toba por el cohíba, la carreta por la limusina, el regaliz por la cocaína, el jumento por la Yamaha y la navaja trapera por la metralleta. Eso sí, siguen igual de risueños desdentados y viviendo en mugrientas chabolas, peor ahora forradas por dentro de caoba, electrodomésticos y computadoras, lo que no les impide seguir ejerciendo el arte del hacinamiento como forma invulnerable de convivencia y el cruce de caminos, la vieja equis de los universos ambulantes, la enigmática ecuación de los caminos abiertos que no conducen a ninguna parte, al álgebra del olfato de los pueblos vagabundos, libérrimos e indescifrables. Nada más que esto. Total: demasiado. El nuevo volcán imaginario de Kusturica no está atrapado por un recio esqueleto, como el que vertebraba Underground, y se desparrama como las hojas en medio de una tolvanera de ocurrencias volátiles sin tronco. Divierte, deslumbra visualmente, pero sabe a hueco, a carne de cine sin huesos.
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