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El bronceado

Cada año, al regreso de las vacaciones, las ciudades se pueblan de habitantes con la piel tostada. No presentaban ese aspecto meses antes, de súbito, como habiendo pasado por una cámara de pigmentación regresan del estío a sus funciones impregnados de una sustancia que acaramela a su epidermis y los marca como ejemplares venidos del ocio. Y no cualquier ocio, sino uno particular que con su influjo mancha y marca como una estampación de calidad. El individuo se exhibe así como un ser humano que ha gozado de una relación abierta con la naturaleza y una amistosa interacción con el sol.El pigmento no tendría que representar otra cosa que esa plasmación bioquímica que la tez asume con tonalidad canela, pero alcanza, de hecho, a un sistema de connotaciones psicológicas que cualifican este mes. Cualifican septiembre pictórica y psicológicamente en los espacios de la relación urbana y social.

En primer lugar, las calles, los cafés, los pasos de peatones o los lugares de trabajo, aparecen de golpe ocupados por personas de dos especies: aquéllos que ostentan la piel tintada y aquellos otros, supuestamente más coercionados que arrastran la lividez del invierno antiguo y pasado. Pronto unos y otros serán pasto de la misma uniformidad pero, en tanto la decoloración no llegue, unos y otros se contemplan como miembros de dos grupos, con efectos psicológicos derivados de esta hetereogenidad.

Mientras el ser bronceado viene mediatizado para mostrarse vigoroso, optimista, con deseos de vivir, el ser en crudo puede permitirse ser escéptico, malhumorado, hastiado de seguir. Los papeles se reparten incluso con su correspondiente bagaje moral. Mientras el cuerpo atezado parece haber trascurrido por un ámbito donde ha perdido disciplina y rigor, el otro persiste apegado al horario y al sentido del deber y es menos proclive a gastar bromas. Durante el tiempo que ocupa septiembre las dos partes escindidas por el efecto del verano afrontan un proceso de acercamiento y nueva recalificación total. El individuo atezado comprueba jornada tras jornada que el núcleo de optimismo cromático con el que le dotó la vacación se despinta al compás de las secuencias laborales. Del otro lado, el individuo en crudo va recalentándose al fragor del curso para convertir su rencorosa pesadumbre en blanda normalidad y abrir las carnes para albergar también en su recinto a los ingenuos que parecían haberse enaltecido y salvado con el tinte.

Por fin, a mediados de octubre, los ciudadanos se encuentran, de nuevo, destintados todos. No hay espejo que devuelva una imagen remozada de uno mismo y el barnizado aspecto que procuró el sol se craquela como un sueño inútil. Todos quedan entonces en la situación idónea para deprimirse y, como consecuencia, para ser explotados con la máxima docilidad en la empresa. El mundo de luces y desquites que anunciaba el verano se borra entre los vientos fríos y las nubes de plomo y las lluvias furiosas. El día se hace más corto, las ventanas y los postigos se cierran pronto, las gentes se miran menos entre sí y, decididamente, el panorama recobra su natural melancolía de supervivencia. Más triste, más desesperanzada, más proclive a la enfermedad, la invalidez o el suicidio.

¿Serían igual los inviernos si las gentes no estuvieran tan pálidas? ¿Se incrementarían las pasiones y los buenos sentimientos si la vecindad no apareciera tan lívida? En Alemania han instalado por las calles cabinas de rayos UVA que logran rebroncear al usuario en seis minutos. Son como dosis de efusión psicoestética, del mismo modo que hay betabloqueantes, estimulantes y prozacs para convocar la felicidad. La cromoterapia en oficinas, sanatorios, salas de juntas es ya una medicina social. El complemento de la bronzoterapia a nivel popular se presenta como un urgente correlato. Si un peatón se cree mejor, más sano y feliz tostado ¿por qué no tostarlo enseguida?

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