El dolor de la verdad
Los marinos no hablan de sus penurias. Lo pescadores se tiran meses y meses en alta mar buscando gambas, atunes, rapes o lo que quiera que está al alza en el mercado del momento, pero cuando llegan a casa no hablan del olor a sentina, de la sal que quema los pulmones o de los temporales que arruinan el alma. A bordo del Briz 3, después de tres meses retenido en un hotel como un prisionero de lujo, el patrón Antonio Lozano, recuerda que los primeros 15 días que pasó en barco, lo hizo mareado, con el estómago en la boca. "Mi padre me decía que me iba a llevar a casa, pero yo no le dejé. Yo quería aguantar". Lozano habla camino de la libertad, a bordo de su barco, hecho unos zorros, pero en sus manos. Navegando por el Atlántico huyendo de Banjul y en dirección a Dakar. La responsabilidad estaba en sus hombros. Los marinos tienen el alma de cuero pero también sufren. El miedo, el horror no es sólo la muerte. El horror de Joseph Conrad, también marino, también africano, no era a lo abominable, sino a lo inconcebible. Antonio Lozano y Domingo López lo han visto y sufrido casi todo, pero sólo casi. No les ayudaba a comprender el hecho de que para salir de su encierro se tuviera que celebrar un juicio de farsa en la corte de Banjul (el juez estaba más que contento esa mañana, pues la noche anterior le habían dado más de seis millones de pesetas en dinero constante y sonante) o que el Ministerio de Asuntos Exteriores español, más preocupado por mantener los votos de Gambia en los foros internacionales que en la suerte de sus súbditos, argumentara que no pudo hacer nada durante los tres meses que se comieron las uñas pensando en que acabarían en una cárcel. "Yo ni siquiera he tenido una multa de tráfico. El embajador asegura que en este país no hay violencia ¿Cómo va a haberla, si aquí si se salta un semáforo un autobús le pegan palos hasta al que despacha los billetes?, Que lo he visto yo", comentaba el jefe de máquinas del Briz 3, Domingo López, mucho antes de saberse libre. Pero existe algo aún más inconcebible en un momento de vida o muerte, algo aún más horroroso: cuando nadie te cree. Los pescadores españoles han mantenido contra viento y marea que no pescaban en aguas gambianas. Llevaban los tangones abiertos porque, según ellos, la maniobra les exige más de una hora y atravesar Gambia (enclavada en el mapa como un borrón de tinta alrededor de la mancha del río) en su paso de los bancos de pesca del sur de Senegal al Norte no merece ese esfuerzo. Hasta ahora. Nadie les creyó. Es su palabra contra la de los captores de la marina gambiana. El embajador, José María de Otero, desde el principio les pidió que pagaran. En ningún momento, la diplomacia española les preguntó si eran inocentes. No hay modo de comprobarlo. En otros caladeros, como Marruecos, España ha conseguido que antes se saquen fotos de los supuestos delitos. Aquí, los diplomáticos prefirieron poner una venda sobre una herida aún nonata (que algún otro pesquero sufriera "las críticas hacia Gambia") que parar la hemorragia del corte que tenían delante de sus ojos. "Si pescaron ilegalmente, tanto los hombres como yo, habríamos hecho tabaco al capitán después de tres meses de cautiverio y más de 30 millones de multa", subraya el armador Ángel Fernández. El hecho de que nadie les considerara inocentes, a pesar de haberse encastillado en esa postura desde el principio, también es doloroso, horroroso, para estos hombres. Lo triste es que nunca se sabrá. Es la palabra del preso contra la del captor. No hay garantías, no hay certezas. Muchos hablan de que se han hecho los esfuerzos de su liberación por motivos de humanidad, como en el caso del capitán Peciña en Nigeria, que aunque culpable de tráfico ilegal de petróleo, hasta la Casa Real intervino para pedir clemencia. Los implicados en esta historia insisten en su inocencia. Ahora que están en sus casas, que cuando pasean por Isla Cristina tiene que dar una conferencia de prensa, aún les pesa en el alma que nadie, oficialmente, haya afirmado que son inocentes. Son marinos, no necesitan un paño de lágrimas sobre su poca fortuna. Ellos piden que nadie les acuse de lo que dicen que no han hecho.
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