Verdades modestas
La relación entre verdad y política fue preocupación constante en los escritos de Hannah Arendt, pensadora americana de origen hebreo. Le desagradaban a la inteligente mujer las verdades con mayúscula: la Verdad ética, la Verdad ideológica, por ejemplo. Pretender poseer éstas, indicaba, significa el derecho implícito de imponerlas o manipularlas. Para Arendt, "las verdades políticamente más importantes son las verdades de hecho". Y esas eran verdades modestas, verdades plurales y contingentes, es decir, que pueden o no pueden suceder. Verdad valenciana de hecho, políticamente importante, ha sido hasta ahora el llamado conflicto lingüístico. Un conflicto artificial y artificioso en torno a la identidad del valenciano. Conflicto incomprensible las más de las veces entre quienes no viven entre nosotros los valencianos. Hispanos de otros rincones aludían al "conflicto valenciano" con no poca dosis de sorna y humor. Ha sido una verdad de hecho esperpéntica que, además, ha supuesto un gasto excesivo y antiecológico de tinta y papel, cuando no de caudales públicos. El sainete grotesco lo empezaron a escenificar durante la transición quienes, minoritariamente y desde la derecha de los sentimientos y la paella, se oponían al uso culto y normalización académica del valenciano. Era una baza electoral, que siempre resultó minoritaria, aunque a algunos les reportó buenos dividendos a través de ese pollo pactado en la paella secesionista. Al cabo es una verdad de hecho, modesta y contingente y constatada, que las diferencias de nuestro valenciano con el catalán de Reus o el mallorquín de Sa Pobla son tantas o tan pocas como las existentes entre el porteño de Buenos Aires, el manchego de Albacete o el panocho del Campo de Cartagena en el ámbito del castellano. Pero el secesionismo consiguió un puñado de votos mezclando en la paella legítimos sentimientos locales, siglos de olvido del valenciano y manipulación. Claro que también en la escenificación de esa verdad esperpéntica colaboró de forma decisiva un no menos esperpéntico nacionalismo ultraminoritario que se autocalificaba de izquierdas. Sus adalides confundieron a lo peor la modernidad con Jaume I, y a la histórica y legítima bandera de la Corona de Aragón, también histórica y legítima de los valencianos, con un ridículo patrioterismo irredento sin base social alguna. Póngale usted vecino nombre a los protagonistas del secesionismo y del irredentismo, porque el conflicto lingüístico ha sido una verdad de hecho que dijera Arendt, y no falta la documentación oportuna en los archivos de la memoria, como no faltan escritos y proclamas. Verdad valenciana en cierne, que podría ser de hecho, sería la escena final del sainete del "artificial y artificioso conflicto lingüístico". Si Eduardo Zaplana, valenciano de origen cartagenero, y Joan Romero, valenciano de origen manchego, monolingüe el uno y bilingüe el otro, consiguen bajar el telón y acabar con el enredo, esa sería una verdad modesta y contingente, políticamente importante y meritoria. Los valencianos podremos volver a deleitarnos con los sainetes del alicantino Arniches en castellano y del Escalante del Cap i casal en valenciano o del castellonense Pep Barberá, también en valenciano. El fin del esperpento nos permitirá, además, degustar mejor el sabor sentimental de la paella, y preocuparnos de otras cuestiones modestas y contingentes como el uso social o escolar del valenciano.
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