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Tribuna
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La crisis rusa

La crisis que vive Rusia desde el 17 de agosto, fecha en que de facto el rublo se devalúa en un 33%, sin que hasta ahora se vislumbre cuándo tocará fondo -los pronósticos más negros no parecen descabellados-, no tiene como causa principal las turbulencias monetarias en Asia. Los mismos que recurren a la mundialización creciente de las economías para justificar la contención de los salarios y el desguace del Estado social afirman con mejor criterio, pero en contradicción con sus análisis de la globalización, que la crisis rusa, claramente originada por factores endógenos, no tiene por qué extenderse a países, como los de la Unión Europea, con economías sólidas y que tienen la suerte de poder parapetarse tras el euro. Por tanto, tranquilidad, que es lo que los gobiernos, en su impotencia, predican hasta un minuto antes de que se hunda el barco.Nadie discute que la situación por la que pasa Rusia, una vez que el Estado y el sistema bancario han hecho bancarrota, no se deba a causas internas, denunciadas en estos últimos siete años de desgobierno de Yeltsin. Desde 1990, la economía ha descendido un 48%, al haber sido entregada a una oligarquía, que en buena parte proviene del antiguo aparato, tan sólo interesada en trasladar al exterior la inmensa riqueza acumulada, gracias sobre todo a las privatizaciones en favor de los amigos y los monopolios que se constituyen con gran facilidad en una transición en la que el papel del Estado sigue siendo fundamental. Igual que ocurrió en la América Latina de los ochenta y con el mismo resultado, si se reintegraran a la economía los capitales que se han refugiado en el extranjero Rusia no tendría problemas de liquidez ni falta de inversión.

Lo que ya costará más reconocer al liberalismo dogmático y fundamentalista que domina a gobiernos e instituciones internacionales es que esta corrupción generalizada, junto con las dificultades de avanzar en el proceso de privatización, sobre todo en el campo, allí donde es más necesaria, pero menos atractiva para los grandes acumuladores, ha sido impulsada por la política de apertura sin cortapisas de los mercados y de convertibilidad del rublo, impuesta desde el exterior por el FMI y los Gobiernos occidentales. Se comprende el antioccidentalismo de la población ante la mezcla de un capitalismo duro y puro con un Estado autoritario, como el que en la Constitución vigente Yeltsin confeccionó a su medida. De lo más estrictas han sido las exigencias de que Rusia asuma el modelo americano de capitalismo; en cambio, en lo que respecta a la democracia, se ha sido mucho más condescendientes con "la idiosincrasia y las tradiciones rusas", como me decía un diplomático alemán en Moscú cuando le transmitía la indignación de algunos amigos rusos, demócratas de verdad -una minoría bien exigua en este país, también hay que decirlo- ante el hecho de que el llamado mundo democrático apoyase a un líder tan autoritario y obsesivo del poder personal como Yeltsin. Alemania, con el liberal Ludwig Erhard de ministro de Economía, desde la creación del DM en 1948, tardó 10 años en suprimir el control de divisas, hacer convertible la moneda y permitir el libre desenvolvimiento de la Bolsa. Pero en la Rusia de hoy una política de este tenor se acusaría de vuelta al pasado, castigada con la supresión de unas ayudas que de todas formas, al caer en un saco sin fondo, se interrumpirán pronto, si es que no se han cortado ya. Lo único que me parece seguro es que, acabe como acabe la crisis -ojalá que pacíficamente, pero no las tengo todas conmigo- no se volverá al viejo pasado, restableciendo el monopolio estatal en manos del aparato del partido, pero tampoco al más inmediato de un capitalismo salvaje que, hasta haberlo vivido en Rusia, uno hubiera creído que sólo existía en la imaginación de Brecht que lo describe en la ciudad de Mahagonny. No sólo la naturaleza imita al arte; al parecer, también lo hacen los pueblos. A corto plazo, el efecto exterior más significativo de la crisis rusa es que, si sigue radicalizándose y llega a atemorizar al pueblo alemán, el electorado prefiera una persona con tanta experiencia como Kohl, y sus 16 años de gobierno, hasta ahora, su carga más pesada, se conviertan en su mejor triunfo: ya se sabe, en tiempos de tribulación, no hacer mudanzas.

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