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Tribuna
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El asunto Clinton

Como se ha recordado en numerosas ocasiones con motivo de estos líos de Clinton, la famosa becaria y otras, la conducta digamos sexual del presidente Kennedy, no menos admirable en su variedad, no fue objeto de especial atención por parte de la gente y los medios, a pesar de ser suficientemente conocida. Han pasado unos treinta y cinco años.Algunos hablan del puritanismo de la sociedad americana, afirmación sospechosa en su generalidad; en cualquier caso, la sociedad americana tenía entonces más impronta puritana que ahora, según se sabe por una mera observación de los productos de la exportación americana de películas y telefilmes. El sexo implícito, explícito y circunstancial, no matrimonial, e incluso matrimonial, es condimento necesario de cualquiera de estos productos, a diferencia de lo que sucedía entonces. Y no son productos exclusivamente para la exportación; sino de uso doméstico, primordialmente por los medios de difusión masiva, y en horas de altas audiencias; tampoco tienen fines didáctivos; me parece que integran la industria del entertainment.

Algunos, precisamente, creen ver una contradicción entre esta difusión del sexo en imágenes y palabras, aceptada por la sociedad como algo natural, y el escándalo Clinton. Pero creo que no hay ninguna contradicción: precisamente la banalización del sexo mediante esta entuasiasta difusión permanente permite que los medios puedan hablar del semen usado y conservado, y de la utilización sexual de órganos que también sirven para otras actividades. En tiempos de Kennedy, o anteriores, del semen no se hablaba más que en los libros de medicina o de moral más o menos casuista; por tanto, tampoco del semen presidencial (que carecía de importancia, habida cuenta de que los Estados Unidos no son monarquía hereditaria: recuérdese por el contrario la inspección ocular de las sábanas de Enrique IV de Castilla, al alba de su noche de bodas). Sucede, sin embargo, que la lucha por la conquista del poder político (Ejecutivo, que es el poder, por limitado que esté) no repara en medios; no es cuestión de puritanismo o manga ancha, ni de la sacrosanta verdad (creo que con toda probabilidad, la única respuesta decente que el presidente podía dar cuando lo preguntaron por primera vez era la negativa). Se trata del poder político, para obtenerlo o conservarlo vale todo lo que el sistema, forzado hasta casi reventar, admita. A Clinton, por sus pecados, le ha tocado este asunto; no había espionaje de los contrarios, ni otras indecencias claramente delictivas; pues se recurre al semen, que a lo mejor encaja; sin esta lucha por el poder (también económico) no hay explicación posible.

Por supuesto, con la colaboración entusiasta de los medios, en un tipo de acción que les beneficia en audiencias o difusiones, en aumentos de consumidores de sus productos; a veces, incluso, toman la iniciativa de estas campañas; ya se sabe que eso vende. Es en los oponentes y en los medios que los secundan o incitan donde está la peor cara del puritanismo hipócrita, es decir, del más puro puritanismo, porque esas campañas tienen siempre el aura de alguna clase de limpieza. Y sirve también mucho el fiscal especial o especializado: qué papelón haría si no aireara suficiente material excitante (también entre nosotros esas especializaciones tienden a proliferar).

Pero ¿a qué precio? Al de la degradación de un derecho que forma parte de la esencia de las libertades, la intimidad individual. Es que se trata del presidente, que está obligado... etcétera, etcétera; también los tribunales, allá y aquí, han cedido a las presiones de los medios para recordar este derecho a la intimidad de todo el mundo, y primero de los políticos (que con tal de ganar son capaces de sembrar de minas un camino que también es el suyo). El problema no ha estado en las respuestas, sino en las preguntas: un fiscal, un jurado, la sacrosanta justicia, interesados por el semen y las posturas en asuntos personales no delictivos; la libertad de la propia intimidad, una de las libertades por las que merece la pena combatir y en las que merece la pena vivir, recortada de una manera implacable; esas preguntas me suenan tan escandalosas como las del inquisidor al cristiano nuevo que no consumía tocino de cerdo o no cocinaba los sábados. Cuando esas preguntas pueden hacerse, algo falla. Y es de temer que llegue aquí la cosa; todas las modas implantadas vienen, hace mucho tiempo, del mismo sitio.

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