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El "síndrome Maura"

Las vidas paralelas, género historiográfico creado por Plutarco para emparejar a griegos y romanos ilustres, corren inevitablemente el peligro de exagerar las similitudes y minimizar las diferencias a fin de resaltar mejor los rasgos comunes y ocultar los aspectos incomparables de sus héroes; no es necesario, por lo demás, que las biografías contrastadas sean ejemplares: por ejemplo, Alan Bullock ha trazado un escalofriante paralelismo entre Hitler y Stalin. También los protagonistas de las dos Restauraciones que cerraron en España -con un siglo de distancia (1875 y 1975)- una larga etapa de convulsiones, guerras y conflictos serían merecedores quizás de un estudio comparativo de ese estilo; pese a las grandes diferencias existentes entre la Constitución de 1876 y el sistema liberal canovista, por un lado, y la Constitución de 1978 y el actual régimen democrático, por otro, la voluntad de abrir la competición política a todas las fuerzas respetuosas con las reglas del juego, la renuncia al exclusivismo del partido en el poder y la transformación de los antiguos enemigos en simples adversarios transmiten un cierto aire de familia programático a las dos empresas dinásticas.No deja de producir cierta inquietud supersticiosa, sin embargo, que ese paralelismo entre los primeros veinte años de la Restauración y las dos décadas transcurridas desde la muerte de Franco pudiera prologarse -esta vez para mal- en los años venideros. Una vez cruzado el cabo de las tormentas de 1898, la Constitución de 1876 perdió capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, dar respuesta a las exigencias de cambio de una sociedad en transformación e integrar dentro del sistema a los nacionalistas catalanes y vascos, a los republicanos y a los socialistas. El asesinato de Cánovas en 1897 y la muerte de Sagasta en 1903 significaron el final de una generación de veteranos políticos curtidos en el Sexenio Revolucionario y comprometidos con las libertades; la crisis de la Restauración se debió en gran medida a la falta de líderes con talento suficiente para continuar su obra, conservar la unidad de los partidos dinásticos y asegurar la supremacía del poder civil frente al pretorianismo y los caprichos de la Corona.

La admirable monografía sobre El universo conservador de Antonio Maura (Biblioteca Nueva, 1997) escrita por María Jesús González Hernández analiza un episodio central de ese proceso de descapitalización de la clase política durante el primer cuarto del siglo XX. Junto al liberal Canalejas, asesinado en 1912, Antonio Maura fue la gran figura del reinado de Alfonso XIII; la expulsión de Maura como presidente del Gobierno en 1909, tras los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona y el fusilamiento de Ferrer, y el posterior boicoteo del político conservador al sistema de turno, como despechada réplica a la deslealtad de los liberales y a la brutal campaña de desprestigio -nunca resarcida- contra su persona, hirieron de muerte a la monarquía restaurada.

Ni que decir tiene que las diferencias entre el Antonio Maura de 1909 y el Felipe González de 1998 son tan abundantes y notables como aparatosas y obvias. Ambos políticos, sin embargo, tienen en común el dudoso honor de haber sido objeto de todo tipo de injurias y calumnias: Maura fue llamado asesino, ladrón y Calígula degenerado. La ferocidad de los ataques partidistas y periodísticos contra Felipe González compite con la saña y el encono de la campaña ¡Maura, no¡ que dividió a la opinión pública española en dos bandos irreconciliables: "Maura, cuando vivió, no fue lo que era en sí mismo, sino más bien lo que era en nosotros, en nuestros odios y entusiasmos", escribió Ortega con ocasión de su muerte. Y tanto la autoestima de Maura para verse a sí mismo como el guardián y el salvador del sistema como su inquina para mantener viva la implacable hostilidad contra sus adversarios políticos liberales parecen resonar en Felipe González. Cabe desear, sin embargo, que los paralelismos se detengan en este punto:porque si los rígidos planteamientos de Maura produjeron la ruptura del Partido Conservador y pusieron en peligro -a través de su pronunciamiento de levita, en frase de Ortega- la estabilidad del sistema constitucional, Felipe González no debería seguir ese desaconsejable ejemplo.

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