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Tribuna
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Firmeza con Moscú

Borís Yeltsin está dando muy serios disgustos. Y no sólo a los rusos, como solía acostumbrar. Ahora es a todo el mundo, literalmente. Incluidos los propietarios de acciones en la Bolsa madrileña. Los disgustos son graves, pero sorprende la sorpresa que han supuesto. La calamidad estaba anunciada y sólo cabían dudas sobre sus formas. Mala pata que coincidiera con la crisis asiática, pero tenía que llegar en algún momento. Porque el naufragio financiero es consecuencia directa del naufragio reformista, y éste viene de lejos.Lo venía diciendo desde hace años ese magnífico analista, hombre culto y profundamente bueno que nos acaba de abandonar y siempre recordaremos, que era Manolo Azcárate. Él sí conocía el percal. En la marabunta de datos que nos asalta todos los días, Azcárate sabía distinguir entre lo anecdótico, lo irrelevante y lo esencial. Y sabía por ello leer las grandes líneas con que la acción de los hombres y las circunstancias dibujan el presente que ha de convertirse en historia. Los que tuvimos la inmensa suerte de conocerle y el lujo de trabajar con él, siempre le estaremos agradecidos por todo lo que nos enseñó como hombre político en el mejor sentido de la palabra y como hombre generoso, modesto y bueno.

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En el caso de Yeltsin, Azcárate supo ver muy pronto que con él se consumaba el regreso de la política soviética en su forma más desideologizada en el peor de los sentidos, sin grandes conceptos globales ni otro compromiso que no fuera el mantenimiento del poder, ya mediante alianzas oportunistas o, de ser necesario, por medio de la represión. Cuando a Yeltsin le cantaban en Washington y todo Occidente como un adalid de la democratización, ya advirtió que el presidente podía ser un mal menor, pero que era un error peligroso considerarle una solución. Conocía demasiado bien la catadura del presidente ruso. Gentes del mismo tipo las había sufrido Azcárate a lo largo de toda su vida honesta de militante.

Los grandes Bocuse de la cocina política occidental, especialmente en Washington y Bonn, han estado tan encantados con el afable ruso que se han negado en todo momento a contemplar escenarios que no incluyeran a Yeltsin como máximo maestro de ceremonias. Occidente no puede pretender elegir al que más le guste para dirigir un gran país como es Rusia. Pero peor aún que esta pretensión, que sin duda existe, es optar por un protegido que ni quiere ni puede hacer lo que de él se espera. Con la vuelta de Víktor Chernomirdin, las cosas debieran estar al menos más claras. Los últimos balones de oxígeno financiero concedidos a Rusia no sólo no han servido para nada. Han permitido que la política de la oligarquía nueva-vieja se afiance una vez más, imponga a uno de sus grandes popes, el propio Chernomirdin, como jefe del Ejecutivo, y éste se apreste ya abiertamente a una gran alianza entre los poderes fácticos, incluida la mayoría reaccionaria de la Duma.

El mundo no se acaba con el final, todo dice que definitivo, de los esfuerzos reformistas de quien no se sabe si es todavía presidente ruso. Occidente ha vivido, y no mal, con evoluciones en Moscú mucho más peligrosas que la actual. Aunque gane unas próximas elecciones en Rusia un general bonapartista. Aunque se disparen las tendencias chovinistas agresivas. Rusia es demasiado débil para cualquier aventura exterior que ponga en peligro la seguridad de los países de su entorno. Pero sí estaría bien que Occidente olvidara de una vez sus ansias por vivir en permanente luna de miel con Rusia. Tiene que dejar claro que sus condiciones para ayudas financieras han de ser cumplidas, y no olvidadas nada más llegar la transferencia, como ha sucedido hasta ahora. Y en caso de no tener garantías, habrá de ser capaz de decirle que no, a Yeltsin, a Chernomirdin o a cualquier otro, sin dejarse impresionar por esa peculiar forma de pedir dinero que es vaticinar un apocalipsis de no recibirlo.

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