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Tribuna
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Metástasis

Emilio Ontiveros

Con arreglo al estudio clínico de las crisis financieras que el Fondo Monetario Internacional ha publicado recientemente ( World Economic Outlook, cap.IV, mayo 1998), la que estamos sufriendo, además de haber sorteado el sistema de alertas allí propuesto, desborda la tipología elaborada sobre la base de la experiencia generada durante los últimos veinte años. La que empezó siendo una crisis cambiaria en el sureste asiático hace poco más de un año, ha extendido su metástasis a otros ámbitos de la actividad financiera, incluidos algunos sistemas bancarios y la totalidad de los mercados bursátiles, sin que ningún rincón del planeta haya podido sustraerse a sus efectos. Ésta sí que es la primera crisis global y no aquel tequilazo de diciembre de 1994, al que el director gerente del FMI, Michel Camdessus, bautizó prematuramente como la primera gran crisis del siglo XXI. Los perfiles de la actual exceden a las ya frecuentes crisis de economías emergentes, resultantes de la brusca adaptación a un entorno en el que la libre movilidad internacional de los capitales sanciona rápida y severamente las señales de incompatibilidad de determinados regímenes cambiarios con la apariencia de insosteniblidad de sus desequilibrios macroeconómicos. La emergencia de Japón en el escenario abierto el 2 de julio del año pasado, tras la cadena de devaluaciones iniciada por el bath tailandés, no fue, como los más optimistas esperaban, para paliar los efectos de aquella crisis regional, sino para determinar su carácter global. En efecto, a partir de la verificación de la gravedad de la situación de su economía y, en particular, de la incapacidad de sus autoridades para reducir la precariedad de su sistema bancario, la crisis desbordó sus perfiles iniciales: la segunda economía más importante del mundo, lejos de contribuir al salvamento de sus vecinos podría integrar la lista de damnificados y arrastrar con ella a la de China. Con independencia de su desigual reflejo en los mercados bursátiles, la estabilidad financiera mundial ya estaba seriamente amenazada desde principios de año y, de forma más explícita desde la elección de Keizo Obuchi como primer ministro japonés. La precipitación del colapso del rublo sólo ha contribuido a anticipar esa cadena causal y a añadir razonables inquietudes políticas a una crisis que hubiera seguido latente en ausencia de señales favorables procedentes de Japón.La reacción en estos días de los mercados bursátiles occidentales es superior a la que cabría esperar del grado de diversificación internacional de las empresas que en ellos cotizan. El renovado riesgo de devaluaciones de algunas monedas de América Latina justifica ese comportamiento relativamente más adverso del mercado español, pero en modo alguno en la cuantía registrada. En la magnitud de la sangría de todos los mercados de acciones, además del exceso de ilusión del pasado, parece estar presente un factor de riesgo no tipificado hasta ahora en los historiales clínicos: la percepción de bloqueo de la capacidad para articular respuestas.

Siendo pronto para evaluar los daños, no lo es para verificar cómo esta crisis ha vuelto a denunciar la asimetría existente entre el elevado grado de globalización, de interdependencia, existente en el seno de la economía mundial y la inexistencia de mecanismos suficientemente eficaces de coordinación de esa misma naturaleza supranacional. Con el presupuesto y la autoridad mermados, el margen de maniobra de que dispone el FMI en las circunstancias actuales es ciertamente escaso y habrá de ser el Grupo de los Siete, o de los Tres en aras de una mayor eficacia, el que trate, en primer lugar, de frenar esta metástasis. El inicio de un nuevo diseño institucional que posibilite una más efectiva coordinación y cooperación financiera internacional debería constituir la siguiente prioridad.

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