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Reportaje:

Un organismo vivo que muda de caparazón

El nombre del padrino siempre acompaña al de pila. Por eso, a La Ràpita le antepusieron Sant Carles por un azar de la historia. Pero el tal padrino, que ni era santo ni visitó nunca esta población, era el rey Carlos III. Los rapitenses se sienten tan orgullosos de él que hasta reniegan de su gentilicio y se autodenominan sencillamente rapitencs, porque viven en La Ràpita dels Alfacs. Del Borbón, la localidad sólo ha heredado su actual configuración urbanística, con una de las mayores plazas de Cataluña, y el regusto amargo de poder haber sido uno de los grandes puertos del Mediterráneo occidental. Ni el empeño de los rapitenses, ni la infinidad de alcaldes democráticos que ha tenido este municipio han podido cambiar lo que en principio debería ser un simple chorro de agua en la pila bautismal. Pero la constancia quizá no sea su mayor virtud. Precisamente en la calle de la Constància es donde se ubica el Ayuntamiento y por él han pasado ya cinco alcaldes de todo color político, tres de ellos en la última legislatura. El último, Miquel Alonso, de Iniciativa per Catalunya, hermano del futbolista transformado ahora en comentarista de televisión. Alonso, junto a socialistas, republicanos y unos ex ucedistas denominados independientes, formó un frente común para derrocar al antiguo gobierno conservador. Convergentes y populares fueron el origen de uno de los más graves conflictos ciudadanos que ha vivido esta localidad en los últimos años: la tala indiscriminada de los árboles centenarios de su magnífica plaza, reconvertida ahora en una argamasa de asfalto. Pero ni siquiera ese crimen ha podido restar a la plaza ni un ápice de su aspecto imponente. Esta plaza fue uno de los tres proyectos megalómanos que los ingenieros de Carlos III diseñaron para regocijo de Sant Carles de la Ràpita. Los otros dos se quedaron en puro fiasco. El rey Borbón quería convertir esta localidad en un punto clave de la navegación comercial del Mediterráneo y ordenó construir un enorme puerto y un canal de navegación hasta Amposta. Pero la tenacidad de los rapitenses hizo realidad las ilustradas quimeras del monarca aprovechando las pocas piedras que llegaron a colocar los ingenieros. Ambos proyectos sirvieron para cambiar no sólo la fisonomía de su término municipal, sino también toda su estructura económica y, de paso, rivalizar con su secular oponente, Amposta, la capital de la comarca del Montsià. De esta manera, el inicial canal de navegación se usó para modernizar el arcaico sistema de riego de los arrozales en la margen derecha del Ebro e iniciar su cultivo a gran escala, a partir de 1860. Por otra parte, La Ràpita se ha mantenido como uno de los puertos pesqueros catalanes de mayor peso en cuanto a número de capturas. Ello se ha traducido en una exquisita cocina marinera en la que destacan los langostinos y toda clase de arroces. En la actualidad, Sant Carles de la Ràpita es una población que depende exclusivamente del agua, sea dulce o salada. Del río Ebro extrae el agua suficiente para regar los campos de arroz y el delta le proporciona las angulas, las anguilas y la pesca de trasmallo. El delta también es el responsable de la geografía de este municipio. La Ràpita está situada en la bahía dels Alfacs, un remanso de mar que forman el istmo del Trabucador y la península de la Punta de la Banya. El Trabucador es un brazo de arena natural de unos cuatro kilómetros de longitud situado al sur del delta y víctima frágil de vientos y mareas. Su peculiar configuración, unos 100 metros de ancho, le convierten en un destino turístico idóneo para quien busca en un mismo espacio el mar abierto y en calma. Zona ideal para la práctica de deportes náuticos como la vela o el windsurf. Por su parte, en la Punta de la Banya se encuentran las salinas de la Trinidad, explotadas desde 1818 y una magnífica fuente de ingresos en verano para los jóvenes de la localidad. El remanso del Trabucador y La Banya es un costoso impedimento para los pescadores de Sant Carles, que emplean más de una hora para salir a mar abierto en sus barcas, y un freno para el despegue del puerto comercial debido al escaso calado. No pocos creen que el Gobierno de la Generalitat no es muy dado a potenciar este puerto frente a la competencia de los gigantes de Tarragona y Barcelona. El otrora maná negro -hasta cinco pozos petrolíferos frente a sus costas- se ha reducido a la presencia casi residual de una barcaza que suministra víveres a la plataforma. En cambio, turísticamente, los rapitenses han cuidado el restaño para disfrute de familias con hijos, pues en las playas de La Ràpita es fácil ver a parejas jugando a palas en medio del mar. El bañista tiene que caminar más de 50 metros mar adentro para que el agua, libre de oleaje, le llegue simplemente a la cintura. Desde este punto se aprecia la fachada marítima de la población, contaminada como sus parientes de la costa de grandes moles de apartamentos. Pero aquí, los bloques se escudan detrás de una frondosa hilera de chopos que recorre todo el paseo marítimo, flanqueado por parterres y césped, y las piscinas municipales a pie de playa; la única solución que ha encontrado un gobierno de izquierdas para corregir o disimular la fiebre urbanística de los años setenta. La ciudad ha experimentado en los últimos años un gran salto demográfico, pues en ella han establecido su residencia decenas de jubilados franceses y alemanes. Desde el montículo de La Guardiola, un Cristo redentor transmite la paz a este pueblo, y unas cuantas antenas, las señales de radio y televisión. Un rápido vistazo a la derecha muestra la expansión urbana de la ciudad y hacia la izquierda se presentan los colores mutantes del delta, que se modifican como si fuera un mosaico conforme maduran las plantaciones de arroz. El delta del Ebro es un organismo vivo que muda constantemente su cascarón. Antes lo hacía de manera natural gracias a los sedimentos que aportaba el río. Ahora, en cambio, el mar avanza sin compasión.

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