Horizontes lejanos (II)
El otro día nos fuimos de viaje, un viaje modesto o sentimental que dejó para hoy la siguiente etapa. Comentábamos que los viajes forman, y así nos lo confirmó un sabio. De hecho nos fuimos formando mucho a través de riscos y mapas. Pero el género humano también forma, incluso en situaciones de extrema soledad como las que se dan en la montaña donde usted, intrépido lector, acaba de entrar sin enterarse. Pues bien, por solitaria que ésa sea seguro que se cruza con el imprudente. Como su nombre indica, se trata de un especimen destinado a extinguirse pero poseedor de la rara habilidad de hacerlo poco, apenas en un ínfimo porcentaje. Hablamos de quien emprende la excursión con las pantuflas de casa o sin agua con cuarenta a la sombra, o pertrechado de un mapa todavía peor que el suyo. Basta que usted renuncie a una cumbre y baje a escape porque ya la empiezan a azotar los rayos para que el imprudente se lance a la conquista en simple braslip. Tal vez lo haga para nadar mejor cuando llueva a mares. Si no le carboniza un rayo. Con todo, la verdadera fauna le espera en el valle. Principalmente donde coma. Qué grandes escenas humanas nos depara la consulta del menú, el gran momento del indeciso que quiere pedir de todo y acaba comiendo lo que no le gusta. Por no mencionar al verdadero rey de la cosa, el indeciso pelma cuya especialidad consiste en que le desgranen la composición de cada plato para terminar eligiendo precisamente el único que lleva pimiento, sólo que a él le gustaría sin. ¿Y qué bonito ver a la madre ofreciéndose a quitarle las espinas al gallo que se comerá su hijito de... 20 años? O a esa otra, más provecta y ceñuda, que deja a los suyos sin cena porque cree que la camarera le ha mirado mal. O a quienes más que a comer parece que van a clase a fuerza de hacer cálculos o los de te dije que como en casa... Claro que en el restaurán también forma la comida, que no es más que la prolongación de ese ser humano llamado cocinero. Qué grandes lecciones de humildad nos puede deparar un plato asqueroso, qué capítulo de estética esa copa de más, qué enseñanza moral la cuenta abultada mientras el apetito sigue intacto... Pero basta de fogones y vayamos a la fiesta. Como coincida que haya fiestas en el pueblo, podrá practicar la antropología sin despeinarse. Anímese y descubra aquí al vendedor de baratijas africanas dándose a sus demonios étnicos porque no se vende, ahí el mendigo quejoso porque sin tarjetero no se puede trabajar, allá al que no soporta el ruido de las verbenas, acullá al que no soporta el silencio. Y, por en medio, la tristeza de las barracas vacías, el arrastrarse cansino de quienes no acaban de integrarse en el cotarro y la amarga decepción de unos organizadores que, tras haber puesto mucho cariño, vuelven a caer en la cuenta de que se habrían podido ahorrar el estorbo porque la fiesta es la calle. Como en todas partes. Porque estar de fiesta consiste en azotar la calle con todo tipo de porquerías como bollicaos a medio deglutir, papeles pringosos, latas, cáscaras y salchichas que parecen dedos naufragados, aunque principalmente con vasos y botellines que han de romperse en pedazos no demasiado pequeños y bien puntiagudos o no tendrá gracia. Una fiesta como Dios manda no puede omitir, sin pasar por ñoña, el vertido de unos cientos de litros de orina en el pavimento, operación que depara raros momentos de felicidad cuando se trata de apuntar a un vaso de los estrechos o de intentar mover con la sola ayuda del chorro un cubo de palomitas vacío en alardes de trial. Dejando de lado la ignominiosa nube de perfume que parece ser el objeto de toda la operación, puede que usted también se haga la siguiente pregunta: ¿qué espera la Coca Cola para hacerse con la exclusiva mundial del kalimotxo dado que le brebaje en cuestión no tiene fronteras? Pero el viaje sí las tiene y más ahora que se acaba. Sí, se acaba. Por delante, broncíneo y catatónico lector, le queda todo un año para hacer balance de lo mucho que le ha formado el viaje, su viaje hacia el inexorable fin del viaje. Un largo año, sí. Todo un año.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.