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Semana Grande y niños

PEDRO UGARTE Ahora el que escribe ha decidido madrugar. Esto de las fiestas populares hace insomnes a los jóvenes (tantas cosas tienen que tratar), pero cuando uno ya ha superado esa transitoria enfermedad del organismo, las fiestas se toman con más calma. La madurez se corresponde con las horas diurnas, que siempre son apacibles y evitan al cuerpo actividades (e incluso pensamientos) insalubres. Lo curioso es que el madrugón festivo reúne a dos edades completamente diversas: los que ya han dejado atrás la juventud y los que aún no han llegado a ella. Este año, por vez primera, el que escribe se va a tomar la Semana Grande con la filosófica y sabia distancia de todo un jubilado. A cambio de envejecer aceleradamente, de hacer suyas las primeras horas del día, uno vuelve a tropezarse con los niños. Y parece, por cierto, envejecer más todavía. Los contempla y cae en la cuenta de todo lo que les queda por delante. Qué pereza, se dice a sí mismo el que escribe: la de exámenes que esos mozuelos aún tienen que aprobar, la de títulos que conseguir, y chicas o chicos con los que ligar, y decepciones que padecer, y trabajos que buscar y no acertar a conseguir, y créditos hipotecarios y divorcios que formalizar, y dolencias del alma o del menisco que sufrir. Esos turbulentos asistentes a las lecciones primarias de la fiesta no son conscientes de todo lo que les espera, y trazan a lo largo y ancho de la Semana Grande la línea curva, voluptuosa, de su felicidad sencilla y accesible. Quizás para ellos la fiesta no es tan fiesta como para todos los demás, ya que los niños viven en una especie de fiesta permanente, por más que los colegios les vayan expropiando año tras año ese estado beatífico y acaben por sumirlos en la oscura realidad que compartimos los demás. A los chicos les resulta fácil divertirse, porque tienen más imaginación que muchos de nosotros. Sus aficiones, además, son sencillas y baratas. Luego el tiempo les engaña. Cuando son adolescentes entran en una estúpida competición por ostentar ropa deportiva de marca. Creen que son ellos los que eligen cuando son las multinacionales las que ya han decidido elegirlos. Se compran una zapatillas deportivas y no saben que se trata de un primer escalón: luego habrá que comprar coches y pisos, financiarlos con insomnios y trabajos, someterse a la dictadura de la pasta y vivir bajo su tiranía hasta el final. Pero decirles todo eso es imposible. No se trata de amargarles la fiesta. Jugarán por las mañanas, disfrutarán del programa festivo, se sentirán a salvo de las pulsiones de la carne, de la ambición y del dinero. El chollo dura pocos años y como ahora, gracias a la televisión, los niños tienen más prisa por crecer que generaciones anteriores, su diminuto paraíso se va reduciendo más y más, se restringe a las edades más tempranas. Uno ha madrugado y puede verlos. Una inocencia tonta. Lo que les queda por delante es la aventura de todo un ser humano sobre el planeta Tierra, un argumento esforzado, más arduo que las tareas a las que se someten los héroes del cine. El que escribe piensa de pronto que ya ha envejecido demasiado.

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