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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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'Fábula de un hombre'

Aunque Santa Fe había cambiado mucho en quince años, José supo guiarse por sus instin-tos entre la jungla de co-ches, bajo los relámpagos de los neones. El difunto Cuco le había enseñado el arte de escalar rejas, así que la cerca que amurallaba el jardín de la familia Mogan no resultó un obstáculo insalvable. De la ardilla Lelé había aprendido a subir por los troncos de los árboles, y de Fifí la chimpancé a columpiarse de rama en rama, por lo cual no le fue muy difícil abrirse paso hasta el cuarto matrimonial, en la se-gunda planta de la mansión. Rompió con el hombro el cristal de la ventana. Ofelia lo recibió a puñetazos. Quién no la entiende. En unas pocas horas, suficientes para resolver un par de ecuaciones elementales, Ofelia había ordenado su futuro paso a pa-so, y estaba dispuesta a darlos con fría resignación. Permanecería en Europa el tiempo que fuese necesario para olvidar aquella posibilidad de ser feliz junto a un desconocido que estaba condenado a vivir en la jungla de un zoológico. Con qué derecho, por qué primitivo sentimiento de posesión o de arrogancia, José invadía ahora su mundo, un mundo estrecho, casi vacío, sin duda ridículo, pero al menos civilizado, éticamente establecido sobre una tabla de mandamientos que no costaba trabajo cumplir. Discutieron cara a cara. José se sentía una pulga: su imagen, multiplicada en las lunas de dos espejos, prolongaba una ridícula sensación de estorbo que lo iba reduciendo de círculo en círculo hasta desaparecer en un punto irreversible. Sus argumentos también se debilitaban a medida que los exponía en voz alta, y ni siquiera los versos de Oscar Wilde lograban sostenerse ante la mirada de Ofelia. No hubo verdad de uno que no rechazara el otro, por contundente, ni mentira que no creyeran ambos, por clara desesperación. Al encontrarse, los dos se habían perdido. Entonces se escucharon doce cenicientas campanadas en la iglesia parroquial y el cubano dijo que aún contaban con cinco horas. La niebla del miedo se disipó. Huyeron por el alero de la casa, haciendo equilibrios peligrosos, y conquistaron la calle. Así es el amor: un eterno contrasentido.

Resumen de lo publicado : José un cubano de 33 años, que a los 17 años se vio obligado a matar a un hombre en defensa de su primer amor, ha sido encarcelado y llevado al zoo como ejemplar perfecto del Homo Sapiens

Se enamora de Ofelia, una bióloga que se opuso a que le enjaularan, pero Morante, ex director de la cárcel y ahora al cuidado de los leones, se pone a su amor. Lorenzo, el encargado de los simiso, se ofrece a dejarles su cuarto pra que José sepa lo que es una noche de amor.

Por primera vez, desde su rara juventud, José olía a pulmón lleno el aire de la libertad. Chapoteaba en las fuentes de los parques, corría como venado por los pasos peatonales y provocaba desórdenes de tránsito al cruzar las cebras del asfalto sin respetar semáforos. De repente, ante los comensales de un café del bulevar, imitó las mañas de Cuco, su maestro de monerías. Ofelia pensó que José tenía derecho a pensar que la eternidad duraba cinco horas. Frente al portón del Zoo, camino obligado para ir al cuarto de Lorenzo, José y Ofelia se dieron el primer beso. Largo. Ese beso inoportuno explica que no vieran a Morante. Morante traía una botella de vino tinto en cada mano, como banderillas de torero. Quería celebrar con un buen amigo la noticia de que a su hijo le habían concedido la beca en la Universidad, y como no tenía un buen amigo, ni siquiera regular o malo, pensó que lo más justo era compartir la borrachera con el propio José, un viejo conocido.

-¡Despierta, José!... Mira que voy a tener ingeniero en casa.

Lorenzo lo escuchó desde la recámara de la jaula. Apagó la lámpara. Se cubrió con la sábana de pies a cabeza. Morante golpeó los barrotes con una de las botellas de vino. La botella se rompió. Un cristal le cortó la mano. Sangraba: puro vino. La llave del lavamanos seguía goteando. Había olvidado cambiar la zapatilla. Se sentó en el catre y estiró el elástico de las medias. En ese momento se acordó de muchas cosas, pocas realmente importantes: acabó pensando en Dios. Dejó de mascullar oraciones al tercer culatazo. Cayó al suelo, inconsciente. Ya no sintió las patadas. Tampoco que le zafaban el brazo izquierdo en el arrastre hasta el edificio central del parque. Despertó en una oficina iluminada, en medio de un jauría de perros. Descubrió a Morante, recostado en el filo del escritorio. El Director del Zoo reportaba al Alcalde la fuga del animal más peligroso del parque. Quería salvar su reputación. Todo lo que el hombre ha inventado para hacerse daño a sí mismo fue puesto en pie de guerra. Se tomaron por asalto los aeropuertos, se ocuparon los hospitales y se bloquearon los accesos a las embajadas. Había un hombre suelto en la calle. Un hombre en libertad. Lorenzo abrió los ojos. El susto lo delató. Morante le cerró el párpado derecho con el cañón de la pistola. José y Ofelia llegaron al cuartucho de azotea. Pariente dormía en la ventana. Lorenzo había preparado la escena con natural cursilería, muy propia de él. Rosas en el florero de barro. La mesa para dos. Una botella de champaña. Toallas limpias en el baño. Sobre la cama, una manzana envuelta en papel de China. Y este mensaje: "La tentación. Atentamente, la serpiente". La larga noche de Adán y Eva volvía a repetirse, esta vez entre antenas de televisión y tendederos de ropa, en el paraíso de una azotea. Los sustos de ahora eran los mismos sustos de entonces. Se desnudaron. Al principio, José se comportó con la timidez propia de un joven de diecisiete años. Era comprensible. A esa edad había interrumpido el aprendizaje de la vida para dedicarse a los padecimientos del horror. Había imaginado ese acto en incontable ocasiones y en ninguna se había visto en una posición tan desventajosa. No lograba espantar de la mente los olores de Lulú y el sabor de Galo. Tenía miedos viejos. Ofelia lo enroscó entre las piernas. Estaba segura que ese momento no se repetiría; por tanto, no le quedaba otro consuelo que guardarlo en la memoria para recordarlo después, minuto a minuto, desde su jaula de oro. Amar sin lástima resultaba una experiencia nueva. Por fin, sus cuerpos se conocieron. El fresco de la madrugada trajo hasta ellos un coro de sirenas de alarma. La cacería había comenzado.

A escasos dos kilómetros del paraíso, Lorenzo Lara (o lo que iba quedando de él) pensaba en sus amigos. ¿Cómo ayudarlos? Cómo. ¡Qué pregunta tan difícil! El brazo izquierdo le colgaba del hombro. En un aparente descuido de sus verdugos, quedó solo en la oficina y aprovechó el intermedio para huir por la ventana. Saltó al vacío: cayó en la trampa. Morante comenzó a cerrar el lazo. Había comandado otros safaris. Vio a Lorenzo correr por el foso de Aníbal y pensó que la gran debilidad del campechano coincidía con su principal virtud: la bondad. No soportaba a los inocentes. Luego lo dejó cortar camino por la estancia de Monique y bordear el pantano de los cocodrilos. Morante subió a un helicóptero y lo esperó al otro lado del muro. Estaba tranquilo. Conocía su oficio. El campechano nunca supo que fue por el rastro de su dolor que dieron con la guarida de los fugitivos. Desde un edificio cercano al cuartucho, Morante encentró a su presa en la mira telescópica. Tenía buen ángulo. José estaba en la cama. Un tanto apartada, Ofelia mordía la manzana de la tentación. Un segundo antes de que Morante apretara el gatillo, ella le lanzó la fruta. José tuvo que estirarse para atraparla. El disparo reventó la almohada. Los amantes escaparon por la escalera del fondo. Desnudos.

El animal que fuimos era cazado por la bestia rencorosa que hemos llegado a ser. El amor perseguido por el odio. Al intentar vencer la tapia del Zoo, sin aliento, a la biólogo se le dobló un tobillo. Cuando Morante vio desde el helicóptero que alguien iba en ayuda de Ofelia, lanzó una red. Así lo atraparon. Lo balearon en el aire. Lo desmembraron para que no quedara rastro de su ejem-plo. El aullido de muerte se expandió por Santa Fe. Cuando los médicos forenses armaron los pedazos de la presa vencida, Morante descubrió que José debía seguir vivo en alguna parte, porque el salvaje de Lorenzo Lara, ese ejemplar de manada, ese cero a la izquierda, ese inocente bueno para nada, había sabido sacrificarse en lugar de la única persona que le permitieron querer en este mundo. Porque el hom-bre no es sólo un homo maravilloso que ríe o que llora, "sería tan simple" había dicho Lorenzo una noche de confesiones: el hombre es el único animal dispuesto a sufrir por otro. A morir por otro.

Nunca se supo, o si se supo no se dijo, qué fue de José y de Ofelia. Se supone que lograron confundirse en la muchedumbre que salió a las calles al día siguiente, como si no hubiese sucedido nada grave aquella noche. Por un tiempo relativamente breve se especuló sobre la hipótesis de que aún estuviesen entre nosotros, escondidos en algún rincón del universo, pero pronto la ciudad retomó su pulso normal y enormes anuncios publicitarios empa-pelaron Santa Fe con las novedades del verano. Las puertas del Zoo se abrieron de par en par. Las jaulas se llenaron con otros animales vistosos, algunos en vías de extinción. También las cárceles. Mendigos y vagabundos encontraron refugio bajo los arcos triunfales de los puentes y se pelearon a golpes con los zombis y los locos que a la noche pretendieron invadir la propiedad. Los colegiales salieron de vacaciones en la fecha prevista. Decenas de bañistas tomaron el sol del Ca-ribe en las arenas de Caracol Beach. Y las fábulas, las fábulas de siempre, se volvieron a contar -pero los hombres, una vez más, se olvidaron del hombre.

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