Un espejismo empantanado
El majestuoso embalse de Isabel II, del siglo XIX, sobrevive intacto a su fracaso en Níjar

La aridez de los Campos de Níjar (Almería) invita a los espejismos como las dunas saharianas. El colosal pantano de Isabel II, que se alza, de súbito, entre ondulaciones secas y solitarias, podría confundirse con una recreación imaginaria para mitigar la sed. Trazar esta obra de cantería a mediados del XIX debe guardar más similitudes con el proceso de construcción de una pirámide egipcia que con la ingeniería hidráulica contemporánea. Labrado primorosamente, el embalse no defraudó a la naturaleza quimérica a la que parecía condenado: hizo aguas por todas partes y fracasó. Siglo y medio después, es más que nunca un espejismo petrificado en mitad de una de las comarcas más desérticas de Europa. Una ensoñación nacida de la especulación financiera, ya inventada antes de la globalización de los mercados. Las expectativas mineras y la alegría inversora que recorrían España a mediados del XIX alentaron a un grupo de empresarios a financiar el proyecto hidráulico en los Tristanes, destinado a poner en regadío más de 17.000 hectáreas dedicadas a la cerealicultura de subsistencia. Ni siquiera alcanzó la madurez en activo. Cuatro décadas después de su inauguración, la junta provincial de Sanidad solicitaba formalmente la desecación del pantano en 1891. Trufado de errores e impericias, recibió carpetazo oficial: "Nos hallamos en presencia de un negocio agrícola completamente ruinoso en el que se han invertido algunos millones de pesetas". Millones del siglo pasado enterrados al sol en una presa, con mayor facilidad para empantanar tierras de aluvión que agua. La iniciativa privada más espectacular acometida en Almería en el siglo XIX fue la más infructuosa. Sólo acertó a mantenerse en manos particulares: la presa, por asombroso que parezca, pertenece a un vecino de Níjar. El único éxito de esta travesía inútil residió en la obra de sillería de su muro (31 metros de altura, 105 de longitud y 21 de anchura base), capaz de resistir el doble que cualquier embalse moderno. En esas piedras labradas radica la majestuosidad del pantano, casi intimidatorio en mitad de la nada. Es ya su único consuelo: su misión metafísica. Invita a pensar que todo puede hacer aguas, como un Titanic varado junto al Sahara, olvidado por la tripulación. Tal es su aislamiento que numerosos almerienses no atinarían a ubicarlo. Sólo un cartel deslucido y semiborroso atestigua su existencia en la carretera que une Níjar y Lucainena de las Torres. Una pista de tierra conduce hasta la presa, incluida entre la treintena de embalses más antiguos de España. El trote merece la pena. En un infinito pelado y yermo, se alza la obra que Isabel II bautizó -y nunca visitó, contra la creencia popular-, dispuesta a calmar la sed de 20.000 fanegas resecas. Como una ilusión óptica.
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