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LA PLAYA

Tranquilidad entre las piedras

Sólo las papeleras de color azul rompen el ensueño de pisar tierra virgen de quien visita la playa -es un decir- del Cabo de las Huertas, en Alicante. Compuesta por gigantescas formaciones rocosas erosionadas por la acción del agua, es un terreno agreste que ahuyenta a los que buscan el mullido colchón de la arena. Ideal para la meditación y para contemplar bellos atardeceres, es un remanso de paz situado entre las playas de L"Albufereta y de San Juan. Siendo una playa salvaje, de la que ni siquiera existe información en el Ayuntamiento, es normal que en El Cabo cada cual vaya a su aire. En el borde de las rocas que se adentran en el mar tiran de sedal los pescadores aficionados que previamente han encontrado su cebo en los alevines que chapotean en los lagos naturales formados por la marea. Cada poco pasan patrullas de buscadores de cangrejos entre las piedras, mientras que un hombre-rana caza pulpos con la mano y los apaliza contra el suelo. No hay zona acotada para el desnudo integral y bañistas al uso conviven con grupos de nudistas, que a su vez lo hacen con mujeres que se limitan al topless. Y es que El Cabo es una playa hecha de contrastes. Su marcado acento natural -matorrales, palmeras y pinos pueblan sus laderas- y la ausencia de familias domingueras de niños gritones y tortilla de patatas la convierten en un paraje ideal para devaneos hippies y naturistas. Sin embargo, la presencia de chalés que quitan el hipo coronando los promontorios recuerdan que este pedazo de naturaleza es uno de los más cotizados del litoral alicantino. Los habitantes de las urbanizaciones próximas la valoran sobre San Juan por la ausencia de aglomeraciones. Por ello, y mientras a nadie se le ocurra rentabilizar el paraje a base de paletadas de arena, El Cabo seguirá siendo el lugar ideal para pasar un día sin estrés, sin miedo a los balonazos y sin el riesgo de que en cualquier momento te asalte el chunda-chunda del último éxito de las pistas de baile procedente del transistor del hortera de turno. Adentrarse en El Cabo tiene algo de aventura y mucho de contacto con la naturaleza: las rocas, lamidas durante siglos por el oleaje, han adoptado una forma cóncava y ofrecen cobijo del sol devastador del estío mediterráneo.

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