La carne expuesta
El que escribe, que ejerce de observador, contempla la Semana Grande con expectación impropia de persona educada: de pronto la ciudad se convierte en un laboratorio y él empieza a desplegar sus malas artes. Hay algo en la climatología que impacta sobre nuestras costumbres: se trata de la ropa. La ropa no tendría mayor importancia sino fuera porque allí, justo al otro lado, los que viajamos somos nosotros. El invierno es pudoroso, calvinista y protestante. Nos reprime bajo una compacta felpa. El verano, por contra, resulta plural, salvajemente democrático. No hay modo de zafarse de su dictadura: son los pechos delatados bajo finas camisetas, las caderas más o menos gloriosas, el premeditado bronce conquistado en la playa o la clamorosa palidez de los oficinistas, que viven como topos de tierra, incluso a lo largo de esta semana. Ni hombres ni mujeres se zafan de semejante exposición. Afloran las obscenas barrigas cerveceras y la arcilla celulítica. Los bíceps denuncian con su sola presencia al brazo famélico más próximo. Cruel, irremisiblemente, el verano nos desnuda. Si el invierno es para el alma, el verano representa la carne. Porque el verano son los involuntarios desnudos que surcan la Aste Nagusia, aunque, en opinión del que escribe, lo que en la playa no sólo es perdonable, sino verdaderamente obligatorio, en el centro de las ciudades resulta casi blasfemo. Enternece tanto cuerpo al aire, la valerosa exposición de las blancas tetillas varoniles, por más que un niki de marca intente dignificarlas. Enternecen las piernas femeninas cuando son excesivas, y no se asemejan a las de las estatuas, ni tampoco a las que surcan las pasarelas. El verano está ahí para delatarnos, e incluso para que algunos, los amantes del deporte, los sacrificados monjes del gimnasio, puedan vengarse a tiempo de todos los demás. Recuerdo un glorioso artículo de Néstor Luján en que daba cuenta de los cambios de las modas estivales. Hacía un vago retrato de costumbres, y al final se sorprendía a sí mismo, sentado a una terraza, como el único caballero aún provisto de chaqueta y corbata. Aquellos que le parecían tan excéntricos constituían ya la norma, y era él, amarrado aún a su corbata, un ejemplar de museo antropológico. El que escribe se presiente en una situación parecida. Procura vestir cómodamente al andar por Bilbao, pero jamás aceptaría la última y rabiosa desinhibición que su sexo practica con furor: ahora los hombres vagan por la ciudad en pantalones cortos (en auténticos calzones), muestran con desparpajo sus peludas pantorrillas, sus ariscas rodillas. Acuden con ellas no sólo a los centros festivos más ruidosos, sino incluso a los restaurantes. A uno se le atragantan las gambas a la plancha cada vez que debe devorarlas ante la contemplación de esas vellosas pantorrillas, que exponen sin pudor su geografía de granos bermellones, venas azuladas y varices en bajorrelieve. El que escribe se teme lo peor. Quizás la próxima Semana Grande, los pudorosos caballeros como él, los que aún llevan tela hasta los tobillos, parecerán seres de otro planeta.
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