Aguafiestas
"Todos los que tienen cara de brutos lo son", solía decir una señora que conocí. Un servidor era muy joven cuando lo oyó por primera vez y no acababa de creérselo pero, pasado el tiempo, ha podido comprobar que tenía razón. Ella misma servía de ejemplo: tenía cara de bruja. No de esas brujas que sacan ahora en las películas, que más parecen putas, sino de bruja pirula. En la mirada se podían advertir sus intenciones, que eran siempre perversas; aunque costaba, pues los ojos casi quedaban ocultos por unas gruesas lentes de miope. La empresa donde trabajábamos nos convidó una vez a viajar a Santiago de Compostela para que nos ganásemos el jubileo, y partimos en autocar cantando alegres aires regionales.
Paramos a comer en un restaurante donde la empresa había reservado mesas, y acababan de servir el segundo plato cuando mi conocida gritó: "¡Camarero! ¿Por qué a esta joven la ha puesto una raja de merluza más grande que la mía?".
La joven, que era una administrativa de reciente incorporación, dijo muy azorada que no le importaba cambiarle la raja de merluza, el camarero balbuceaba explicaciones acerca de la pluralidad dimensional de las merluzas, todos estábamos violentísimos y nos ofrecimos a regalarle la nuestra -guarnición incluida- y el dueño del restaurante, que se apresuró a intervenir para evitar el escándalo, la propuso otros platos de la carta.
No hubo manera.
Voceaba exabruptos, quería pegarse con su padre, la intentamos calmar mediante símiles y alegorías traídos al caso, y reaccionaba chillando: "¡No es el huevo sino el fuero!". Varios resultamos con arañazos y magulladuras. Nos dio el viaje.
"Qué buen día hace. Mas no te preocupes pues de un momento a otro ha de llegar el que te lo quiere amargar", reza en diversas versiones una conocida leyenda.
Y acierta. El aguafiestas no falla jamás.
No hay que fiarse nunca porque los brutos y los aguafiestas irrumpen de forma sibilina, a veces disfrazados de corderos. Un buen consejo es mirarlos a los ojos. El ojo es el auténtico espejo del alma. Se presentan los aguafiestas aparentando humildad, pronuncian con voz melosa prudentes frases, adoptan una expresión angelical. Sin embargo, si uno se fija, observará que un ojo se les turba, del otro manan miserias. Al canalla aguafiestas le delata la mirada.
Los que se dedican a amargar una excursión jubilar o buen día de sol son asesinos. Si no matan es porque les dan miedo los guardias, los jueces y las cárceles. Abundan en las grandes ciudades y especialmente en Madrid, que es plaza cosmopolita.
Cuando el poeta dijo aquello de "De Madrid al cielo", no extrañaría que se refiriera a la posibilidad de que un aguafiestas de estos te envíe junto a San Pedro. Y no por nada; sólo para arruinarte la felicidad.
Una buena parte de la raza humana no soporta que sus semejantes sean felices.
Aquel comerciante de ultramarinos que mató a su mujer, la hizo picadillo, la embutió en salchichas y las puso a la venta (y agotó la mercancía; la gente las encontraba sabrosísimas), no lo hizo exactamente porque le estuviera engañando con un auxiliar de cátedra sino porque la veía feliz, y eso le daba mucha rabia.
Los que regresan de veraneo deberían contener cualquier manifestación de júbilo al relatar los pormenores de sus vacaciones. Lo prudente es responder con un ambiguo "Psché" en el caso de que les pregunten, pues si dicen que transcurrieron maravillosas siempre habrá alguien que no se lo perdone.
El odio que excita la felicidad ajena es causa de los peores crímenes.
Deberían tenerlo en cuenta esos ciudadanos entusiastas y comunicativos que en cuanto regresan de vacaciones cogen por banda al primero que encuentran y lo persiguen hasta el catre para contarle los fastuosos panoramas que tuvieron ocasión de contemplar, el bonancible clima que disfrutaron, lo bien que comieron, lo mucho que ligaron.
Y, mientras tanto, al perseguido se le va poniendo el ojo torvo. Y le entran ganas de perpetrar un asesinato...
Sí: los que regresan de vacaciones calladitos están mejor.
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