Pregón y chupín
La inauguración de las fiestas viene determinada por el pregón y el chupinazo. A su alrededor se desarrolla un obsceno derrame de líquidos achampanados, cifrado prácticamente en metros cúbicos. El pregón y el chupinazo, en la Plaza Nueva, sirven para meternos en harina. La expresión no es del todo figurada. En la Plaza Nueva, de hecho, la gente se mete en harina de verdad. Claro que el físico de los asistentes soporta tales usos y costumbres: al margen de la representación municipal, la edad media de los oficiantes del follón del chupinazo no les permitiría ser ni electores ni elegibles en su propio Ayuntamiento. La atronadora alegría rompió a partir de las palabras pregoneras de José María Arrate, presidente del Athletic. Pronunció un voluntarioso discurso, escrito en euskera vizcaíno, que los euskaldunes recibimos con oídos resquebrajados. Fue una pasión, en el sentido penitencial del término. Estamos seguros de que la gestión del presidente al frente del venerable club supera con mucho su dominio del euskera. Llegué a enrojecer, porque soy demasiado vergonzoso, o quizás porque amo demasiado la lengua vasca. Qué más da, después de todo, si concluyó en erdera intimidando: "Hacedme el favor de ser felices", palabras que merecen obediencia, sin duda, pero también agradecimiento en la intención. En una entrevista a Euskal Telebista, el alcalde, Josu Ortuondo, arengó a las huestes bilbaínas y habló de la ciudad con ese optimismo que a todos nos recorre últimamente, embriagados de titanio y de terracota china. En sus declaraciones, la proyección de Bilbao hacia el futuro alcanzaba incluso a convertir a la ciudad en una promisoria "fábrica de ideas". Pensé que el proyecto era bueno. Pensé en La Factoría de Andy Warhol. Pensé en un Berlín inquieto y burbujeante. Pensé en Bilbao, al fin, como epicentro de un volcánico esfuerzo filosófico. Ojalá seamos, alguna vez, una verdadera fábrica de ideas. Yo estoy con el alcalde, y dispuesto a aportar al proyecto no sé si mis ideas, pero al menos mis dudas, mis sólidas dudas, tan necesarias para que otros, mejor dotados, las fertilicen con pensamientos de fuste. Seguí el acto desde lejos, desde la lejanía televisiva. La pantalla se entretuvo luego en reproducir un par de horas de bilbainadas, a cuenta de grupos consagrados de la villa. Poco ha habido siempre, en la televisión autonómica, de la entrañable y peculiar identidad de Bilbao. Quizás antes nos merecimos algo más, pero compensar tantos años de ausencia en un solo día puede resultar francamente indigesto. Me conmoví escuchando las tonadas de siempre de Bilbao, pero pensé luego en los televidentes de Tolosaldea, del Goierri, de la Rioja Alavesa. Dios mío: aquella programación se parecía a una venganza, y a uno las venganzas no le gustan. Las bilbainadas causaron su efecto: antes de alcanzar la sobredosis, el que escribe abandonó, y fue a cumplir de nuevo con su oficio. Relacionó estas impresiones sobre el papel. Y después salió a la calle. Como todos. A ver qué hay.
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