Pioneros en la sierra
El mar de Madrid fue la laguna de Peñalara, aunque ahora su territorio esté azulado de embalses y aflore el agua retenida durante millones de años. En la provincia brotaron lugares de residencia, esparcimiento y fuentes de salud al resguardo de la sierra del Guadarrama. Ya en antiguos tiempos, las inmediaciones de El Escorial revelaron los benéficos efluvios de su extraña geografía. La parte norte de lo que es comunidad autónoma está sembrada de caprichosas rocas redondeadas, pulidas por el insistente y frailuno aire de las cumbres, que expandían su inerte condición: irradiaciones cósmicas muy favorables para aliviar la tuberculosis y ser, cierta época, soporte ingenioso de los balbuceos de la publicidad exterior.
Creo haber relatado alguna vez el comentario de Tono, o de Mihura -se les confunde, a menudo, por el ingenio, aunque no podían ser más diferentes en el aspecto físico y en la forma de ser: Tono era un hombre guapo, fornido y bondadoso; Mihura, pequeño, cojitranco y malhumorado-; a raíz de una operación de cálculos renales, magnificaba el que le acababa de extraer el cirujano: "Fijaos si era grande que se lee "Ulloa Óptico" a simple vista", proclama publicitaria exitosa, a la sazón.
Con la correspondiente base científica, que incluye siempre buena dosis de la fe del carbonero, se ha creído en las ventajas terapéuticas de estos terrenos. Es más que posible que aliviara la gota de FelipeII y diese lugar a que elevase El Escorial en aquel anfiteatro mesetario, error político, histórico y estratégico en el discurso de nuestra historia, para residir cerca de Madrid.
Hacia el noroeste se marchaba la gente que no quería embarcar en Sevilla o Barcelona para América, buscando hincar raíces, el frescor de las noches veraniegas y esas salutíferas radiaciones que suturaban las cavernas pulmonares de los tísicos. No todo el mundo podía ir a San Sebastián o El Sardinero.
Con cierta timidez al principio, familias que ansiaban ser próceres alzaban por allí la segunda mansión, en Miraflores, Alpedrete, Los Molinos, Galapagar, Torrelodones, los Escoriales. Dejó de ser Real Sitio y guarnición para multiplicar sólidas moradas de piedra allí abundante y alumbrar una próspera burguesía de Segunda División. Junto a la provisionalidad veraniega del "elemento joven" y los "distinguidos sportmen" cuajó un estrato que vivía a caballo con la capital.
Falto de motivos racionales para sostenerlo, siempre creí que la máxima ilusión de un empleado de banca de la época, hasta entrados los años sesenta, era contraer una decorosa pleuresía tuberculosa que le diera acceso a los modernos y espléndidos sanatorios serranos que las más importantes empresas financieras levantaron por los aledaños.
Primero creaban al enfermo con salario corto, larga jornada y covachuelas insalubres; luego los llevaban a tomar el sol, perfumado de retama, en aquellos suntuosos pabellones de reposo, sobre una tumbona y el roce, casi afrodisiaco, sobre las rodillas, de una manta zamorana con cuadros escoceses. Al mismo tiempo realizaban una inversión inmobiliaria suculenta.
Sólidas, tranquilizadoras, las casas de la sierra transmitían seguridad y placidez bajo la techumbre de pizarra, verdaderamente decorativa. Una vida sana de la que, hasta entonces, sólo disfrutaron los cabreros. Una sociedad ingenua en busca de temporadas de sosiego y olvido del fragor capitalino.
Como en cualquier otro lugar, cabían soterradas las pasiones que se evidencian en sitios reducidos, y acaban todos juramentándose. Las familias eminentes sentaban la autoridad moral y pública desde los reclinatorios propios en la dominical misa de once, en la titularidad del casino, la tertulia en el café y las partidas de tresillo o julepe, que luego se fueron deslizando hacia el mus y la garrafina.
La crème era el trasunto del macrocosmos capitalino. Merecen recuerdo y gratitud, como pioneros que poblaron el yermo de Madrid, cuando el Mayflower era la diligencia, la tartana, el coche de línea o el Studebaker.
Sin embargo resulta curiosa la costumbre, al parecer extendida, de algunos, entre los que viven todo el año en esos salubres andurriales que, llegado el mes de agosto, desdeñan las delicias y las emanaciones radiactivas para ir a sudar a Torremolinos o a Villajoyosa. En su derecho y gusto están.
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