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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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'Fábula de un hombre'

de Por esas tristes cosas de la vida, el domingo trece de febrero de 1983, víspera de San Valentín, el emigrante José González y González se vio obligado a matar a un hombre en defensa del amor, que es una legíti-ma manera de matar en defensa propia. Tendría quince años para olvidar esa noche, y por fin lo lograría, pero durante demasiado tiempo ocupó todo su tiempo en recordarla. Mientras esperaba la visita del Padre Anselmo Jordán en la celda más vigilada de la Cárcel Metropolitana, se propuso sacarle jugo a su mala memoria y en esta ocasión logró apenas el zumo de tres gotas amargas: la sombra de Dorothy Frei (la Pequeña Lulú) desdibujada entre las otras sombras de la estancia, los ojos de su muerto en el momento en que él le clavaba una trincha de carpintero, y la voz del Juez al dictar la sentencia: siete mil trescientas cinco noches sin esperanzas. El testimonio de Dorothy hubiera influido en la decisión final del Jurado, según dijo el abo-gado de oficio. En apego a derecho, José prefirió proteger la identidad del único testigo que pudo probar su inocencia. Con ese gesto de honor, pro-pio de un caballero de diecisiete años, ilusionado hasta la estupidez, renun-ció a la libertad y a su juventud. Era cubano. De Atarés. El Padre Jordán se demoraba un siglo. José se puso a cantar un gua-guancó que había aprendido de niño en el puerto de La Habana: "Billy The Kid se casó con la Pequeña Lulú". El eco multiplicaba la tristísima rumba por los pabellones. Se había enamorado de Dorothy a primera vista en los cielos de un cine, donde se las ingenió para adelantar algunas caricias en la loca carrera de ser feliz. Se sentía tan libre en su escondite que se atrevió a amasarle el seno derecho a la mucha-cha, y nada pudo frenar las ganas de hacerla su mujer. Su primera mujer. Su primera hombría. Al rato, tuvie-ron a bien sentarse en un rincón del Parque Central para convencerse mutuamente de que el sexo no era un pecado sino un milagro, y fue entonces que el castillo en el aire se derrumbó con el vaho del terror. Un borracho pretendió abusar de Lulú a punta de pistola. Durante el juicio se sabría que se llamaba Xavier Urbay, veinti-cuatro años, futbolista de segunda di-visión, sin antecedentes judiciales, y que desde el mediodía había estado bebiendo, hosco y sediento, en los só-tanos de un bar rocanrolero, con la clara intención de ahogar una pena que nunca se pudo descifrar. Ya daba lo mismo, al menos para Xavier Urbay, porque en el momento del asalto fue tanto el miedo que José le clavó cuatro veces la trincha de carpintero. Xavier Urbay dio un par de pasos al garete y se tumbó tras unos rosales del parque.

José dejó a la Pequeña Lulú en una estación del Metro, le dio sin saberlo el que sería el vigésimo sexto y último beso de sus labios, y se presentó con la conciencia tranquila en las oficinas de la policía para explicar lo sucedido. Sin tener en cuenta las posibles conse-cuencias, dijo la verdad que recordaba: contó cuánto se le había enfriado el alma al sentir la pistola de Xavier Urbay atornillada entre ceja y ceja como un mal pensamiento, trató de expli-car por qué no había tenido más remedio que hundirle cuatro veces la herramienta hasta el mango de madera, pero cuidó de no revelar el nombre de la muchacha, asumiendo la absoluta responsabilidad del caso. Lo condenaron a veinte años de cárcel. Nunca volvió a saber de la Pequeña Lulú, salvo en sueños. No hubo peor castigo que el olvido.

En ciertas circunstancias, la memoria es una forma de ternura. En-tonces se llama nostalgia. Hay hombres que no saben qué hacer con ella. José, por ejemplo. Quince años después del crimen, y obligado a tomar una decisión que habría de cambiarle la existencia, se sintió indefenso. Volvió a escuchar los tambores del guaguancó habanero: la Pequeña Lulú no tenía rostro. Había gastado su cara después de desearla noche tras noche bajo la cobija, en una suerte de tienda de campaña que armaba sobre el arco cruzado de las piernas. Allí se dejaba invadir por los olores de sus morosas masturbaciones. Cada jornada se hacía infinita, por más que intentase entretener con rutinas de náufrago las ansias de su noviazgo funeral. Al apagarse las luces de los cuarteles, se cubría de pies a cabeza y tomaba posesión de sus antojos. Le prestaba las manos. Ella lo seducía. Lo amansaba. Un ex convicto, Ruy El Bachiller, habría de escribir en un libro de memorias ingratas que algunos fines de semana la galera se inundaba con un perfume de mujer. Supuso que su vecino había conquistado a Galo La Gata, un adolescente de Martinica predestinado a reinar en esa colmena de zánganos destronados. La imagen de La Pequeña Lulú fue perdiendo primero la barbilla, al menos la precisión angular de la quijada, luego los dientes y la boca, la nariz y el arco de las cejas, ¿eran tupidas?; la mirada, más que los ojos, resistió con firmeza los sucesivos abusos de la melancolía, hasta que el viejo amor terminó con-vertido en una sombra. Entonces José dejó de ser José. Estaba aburrido de sí mismo. Se negó a recibir visitas familiares y a responder las cartas de su padre. Vivía sin aliento. Cayó en todas las trampas que le tendió el destino. Al renunciar a su propia dignidad, aprendió a abusar de los débiles y a disfrutar del vicio como virtud; olvidó el valor de la bondad, la nobleza del perdón, la utilidad del sacrificio. Pronto impuso la ley del más fuerte y asumió el mando de una peligrosa banda del penal. Cuando terminó de cometer locuras (huelgas de hambre, insubordinaciones, tres intentos de fuga), su expediente había crecido tanto que el alcaide sumó un siglo entero a su cadena.

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-Perdón por la demora -dijo el Padre Jordán al entrar en la celda, acompañado por Morante, el custodio de la galera: -Me dicen que deseas hablar conmigo. ¡Después de tantos años! Debes estar muriéndote, cubano. Morante regresó a la garita de observación. José demoró tres horas en contar los horrores de su vida. Se sentía poseído por sus otros José, los inocentes. Había olvidado la humanidad del miedo. De nada se arrepentía, salvo de haber perdido a Lulú de aquel modo. Puso los pecados en la mano. Pesaban. Una tonelada de ascos.

-¡Morante, abre la reja, sácame de este basurero! -gritó el Padre Jordán al escuchar las confesiones del cubano.

-Yo no creo ni en la madre que me parió pero usted sí -dijo José y sujetó al Padre por la sotana: -Me han propuesto vivir como animal la mitad de mi condena... ¿Qué hago?

-Acepta. Y que sea Dios y no yo quien te perdone.

Morante no encontraba la llave de la cerradura. La torpeza lo ponía de mal humor. Por puro instinto de conservación, José dio un salto de cabra. El custodio lo recibió con un gancho en la boca del estómago. Si de algo se vanagloriaba era del salvaje oficio de rendir hombres. Le clavó un taconazo en los testículos, al tiempo que le aplaudía los tímpanos con dos golpes de mano. Cuando José cayó a los pies del Padre Jordán, sobre sus sandalias de pobre, traía las muñecas esposadas a la espalda.

Dos días después, al filo del mediodía, el alcaide de la Cárcel Metropolitana descorchaba una botella de champaña para brindar con los miembros del Comité HS la firma de un proyecto que habría de darle la vuelta al planeta. Así habló, convencido:

-Si lo que ustedes buscan es un tío que no sea el mejor baladista ni el chico más sexi ni el banquero poderoso, tengo al candidato ideal. Un salvaje que no podrá comandar a nadie ni presidir nada. Haremos de él un mode-lo. Un antilíder. Se llama José.

El alcaide no se equivocó. Los doctores, sicólogos y biólogos que estudiaron el caso estaban sorprendidos: a pesar de las rudas condiciones en que había vivido década y media en cautiverio, tenía una dentadura perfecta, unos pulmones sanos y dos riñones que daban ganas de comérselos. Cuan-do le cortaron el cabello descubrie-ron, además, que era bien parecido. Sin duda: aquel pedazo de hombre era el Hombre. El expediente de José González brindaba datos suficientes para tejer una leyenda. Huérfano al nacer, había llegado a Santa Fe en compa-ñía de su padre, el ebanista Juan Manuel González, y de Regla, una her-mana mayor. Después de un período de adaptación obligatorio, la familia estableció residencia en las afueras de Caracol Beach. José acababa de cele-brar sus dieciocho años cuando entró en la Cárcel Metropolitana e iba a cumplir treinta y tres la tarde en que el alcaide sirvió la champaña. La edad de Cristo.

Una semana después, vestido con traje de lino y corbata a listas azules, José subió a un camión del Ejército al que escoltaban doce motociclistas silenciosos. Amanecía. Lo último que vio, antes de abandonar el patio de la prisión, fue la flaca figura de Galo recortada en el hueco de una ventana: estaba desnudo, de cuerpo entero, abierto de piernas y de brazos como una equis humana. Dos centinelas tiraban de sus tobillos. Galo se había enroscado entre los barrotes y ofrecía resistencia, como raíz de hiedra en una pared de adobe. Por algo le llamaºban La Gata. Porque lo era.

-Sube, cubano. Nos están esperando. ¿Acaso no sabes que el Zoo abre a las diez? -dijo.

Mañana, segundo capítulo

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