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Combustión espontánea

La primera sensación que uno tiene al transitar por la ciudad de Valencia en el verano es la de una aridez extrema, que contradice su antigua fama de vergel. "¡Menos III Milenio y más jardines!", clamaría uno en plena plaza del Ayuntamiento, a no ser precisamente por el calor extenuante que desprende dicha plaza, y que en vano intentan contrarrestar los puestos de flores y una fuente anodina. Esa sensación de aridez se ve acrecentada por la indumentaria casi sahariana de Francesc de Vinatea, cuya estatua sustituye a la altura de la Filmoteca a la del invicto caudillo. Ya sabemos que en Valencia la plena dedicación a las fallas ha obrado en detrimento de los monumentos públicos. Lástima, dicho sea de paso, que las esculturas que durante tres meses adornaron la Gran Vía del Marqués del Turia fuesen de alquiler, porque la sola sustitución del falso beduino por "La flor que camina" del jovial Léger, hubiera salvado la plaza o le hubiese conferido una imagen más refrescante, menos mesetaria. Tal como está, la plaza del Ayuntamiento parece el escenario ideal para ese fenómeno raro y discutido que es la combustión o autocremación espontánea. A diferencia de la cremación voluntaria o a lo bonzo, que constituye uno de los modos más drásticos de protesta y que requiere que uno se rocíe previamente con algún combustible y se prenda fuego, la combustión espontánea se caracteriza porque, sin causa manifiesta, un ser humano vivo arde de pronto con extraordinaria rapidez, mientras los objetos de su entorno permanecen intactos. Uno de los casos más célebres de combustión espontánea fue el de Nicole Millet, cuyas cenizas se encontraron en 1725 sobre una silla de su sala de estar, junto a un vaso de vino. Su esposo fue acusado de asesinato y arrestado, pero se le liberó cuando un joven cirujano, Nicholas Le Cat, convenció al tribunal no sólo de que la combustión espontánea podía producirse, sino de que el caso de Nicole Millet era un ejemplo característico. Según las conclusiones finales, la muerte había sido causada por "una visita repentina de Dios". Y es que hay visitas que conviene evitar a toda costa. Hacia 1731, en Verona, los restos de la condesa Cornelia di Bandi fueron descubiertos en el suelo de su dormitorio. Su cuerpo había sido reducido a cenizas, y sólo se habían salvado de la extemporánea cremación la cabeza y las piernas enfundadas en medias. La cama estaba intacta, y de la disposición de las sábanas se deducía que la víctima estaba a punto de acostarse. La condesa era abstemia, circunstancia que desconcertó a quienes profesaban la teoría general de la época, según la cual la combustión espontánea sólo afectaba a bebedores contumaces. En 1852, Charles Dickens utilizó el tema en su novela Bleak House para acabar con uno de sus personajes, un alcohólico llamado Krook: "Hay algo sobre el suelo delante de la lumbre. En la parrilla sólo queda un pequeño rescoldo, pero toda la habitación está llena de un humo pesado, axfisiante, y una mancha oscura, untuosa, cubre las paredes y el techo. Las sillas y la mesa permanecen en su sitio habitual, así como la botella que suele haber sobre esta última. Del respaldo de una silla cuelgan el gorro de piel y la chaqueta del anciano". Esa muerte insólita causó revuelo entre los lectores. Con la intolerancia propia de su gremio, el crítico George Henry Lewes se apresuró a decretar que la autocombustión espontánea era imposible, y acusó a Dickens de perpetuar con su prestigio una superstición sin fundamento. Herido en su amor propio, Dickens se defendió redactando un prólogo para la segunda edición de su novela, en el que refería unos treinta casos y destacaba los de Nicole Millet y la condesa di Biandi, que le habían servido para componer el de Krook. Entre las muertes más recientes que se atribuyen a la autocombustión espontánea la mejor estudiada es el de Mary Reeser, que en 1951 falleció en su apartamento de St. Petersburg, Florida. Cuando su sirvienta fue a despertarla se quemó la mano con el pomo de la puerta, y tuvo que pedir ayuda para entrar en el dormitorio. Se descubrió que las paredes estaban parcialmente cubiertas por una capa de hollín grasiento, y que de Mary Reeser sólo quedaban el cráneo, que parecía haberse encogido, y un pie calzado con una pantufla, que no había sufrido quemadura alguna. Aunque los casos citados atañen sólo a mujeres y transcurren en el interior de las casas, hay otros en los que las víctimas son hombres que conducen o van por la calle. Según una lista confeccionada en 1990, en los años 50 se produjeron once muertes por combustión espontánea, siete en los 60, trece en los 70 y veintidós en la década de los 80. Algunas tuvieron lugar en presencia de testigos, y en dos ocasiones se logró impedir la cremación total, prueba de que ésta no siempre es tan rápida como se pretende. Curiosamente, no constan casos de combustión espontánea en el tercer mundo, donde hasta ese fenómeno sería un lujo. En 1982, la autopsia efectuada a una mujer que había ardido en plena calle reveló que ya estaba muerta antes de la cremación y que su ropa contenía restos de combustible, lo que sugiere que, como se ha sospechado siempre desde el caso de Nicole Millet, a veces la combustión espontánea ha sido invocada para encubrir un asesinato. No se sabe de ningún valenciano que haya perecido de combustión espontánea, aunque consta que algunos desaparecieron al atravesar bajo el sol del agosto esa plaza árida, ingrata, inacabable, que parece concebida expresamente para actividades incendiarias como la cremà o los autos de fe.

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