Israel y el fin del sionismo
El encarnizado esfuerzo terapéutico está llegando a su fin: moribundo desde hace meses, el llamado "proceso de paz" de Oriente Medio está a punto de ser declarado oficialmente muerto. Pero ¿cuando muera, qué será lo que muera?Recordemos la vacilación de Isaac Rabin en el momento del famoso apretón de manos con Yasir Arafat, una náusea rápidamente reprimida. Ese segundo lo expresó todo, el estremecimiento y la aceptación, el nudo central que se deshace, la entrada de Israel en Oriente Próximo, el regreso de los palestinos a la geografía. Y la náusea reflejaba el giro extraordinario de Rabin. Al saludar solemnemente al que un día antes todavía calificaba de "jefe de los terroristas", al admitir el principio de "devolverle", a cambio de la paz, una fracción de la Palestina histórica (la "Judea Samaria" que él mismo conquistó en la Guerra de los Seis Días de 1967), estaba reconociendo implícitamente la legitimidad de otro pueblo sobre esa tierra, y ese mero gesto dinamitaba uno de los dogmas fundadores de la leyenda sionista ("una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra"). Lo hizo porque el hundimiento del mito (su tercio de muerte) era precisamente lo que materializaba, bajo la apariencia de un compromiso histórico, el proyecto sionista: un Estado judío en Palestina, aceptado por la región.
Arafat no dudó en tenderle la mano. Tenía la sonrisa del que consigue algo, cuando bien podía no haber obtenido nada. Él también había tenido que renunciar a la Palestina mítica, sacrificando de paso a los cientos de miles de refugiados palestinos que, en los campos de Líbano, Siria y Jordania, esperan desde 1948 un improbable regreso al país. Pero no hay que forzar la simetría: allí donde uno tuvo que aprender a ganar, el otro tuvo que aprender a perder. Y es que Oslo era, sin duda alguna, una derrota palestina, una derrota aceptada, cuyo premio de consolación -la promesa de un cuasi Estado desarmado, exangüe, bajo tutela- significaba al menos una vuelta a la tierra.
Los dos hombres se decidieron, pues, a cerrar el trato antes de morir, porque eran los únicos representantes creíbles de la generación que había creado Israel y de la que había creado la OLP. A pesar de todo, el sionismo era una utopía de finales del siglo XIX, un proyecto de falansterio judío más bien laico. A pesar de todo, el nacionalismo palestino se apoyaba en una ideología tercermundista y panárabe que reunía a cristianos y musulmanes. Rabin y Arafat sabían que si desaparecían, la siguiente generación tomaría el poder sobre bases muy diferentes -una ideología religiosa en uno y otro bando- y tardaría años de guerras y conflictos en volver a admitir lo evidente: que ninguno de los dos países puede tener todo el país para él solo. Oslo era, pues, el último intento de trazar una frontera entre israelíes y palestinos y que cada uno viviera en su casa.
Nada garantizaba el éxito de esta opción, pero tampoco nada la condenaba al fracaso. Lo que sí estaba claro es que con ese apretón de manos se había puesto en marcha una dinámica. Como el acuerdo se centró simbólicamente en el núcleo del problema, la onda de choque positiva fue poco a poco repercutiendo en una parte significativa del mundo árabe, haciendo creer (algo prematuramente) que el proceso era ya irreversible. La vía que se dibujaba, difícil, injusta, realista, ofrecía cierta posibilidad de llevar a otro Israel -neosionista-, integrado en un mundo árabe que no tendría la excusa de la causa palestina para justificar sus dictaduras militares y su desprecio por la democracia.
Hay que entender bien qué es lo que se ha perdido: una ocasión única de traer a Oriente Próximo al presente. Eso fue lo que mató el asesino de Rabin. Quitó la piedra angular, y sin ella, todo el edificio se vino gradualmente abajo. Ese asesinato fue el acto por el que la nueva generación (la otra mitad de Israel: religiosos, judíos-árabes, rusos) se hizo con el poder.
La victoria de esta derecha nacionalista-religiosa israelí se encontró con unas condiciones excepcionalmente favorables. No sólo la inesperada derrota había dejado fuera de juego a los "del bando de Rabin" (Peres consiguió tomar unos 20 puntos de delantera en tres semanas), sino que el golpe había herido de muerte a los palestinos y los árabes, que no tenían más estrategia alternativa que la ofrecida por los irreductibles. Incluso las acciones de estos últimos favorecieron a Netanyahu: cada atentado de los islamistas palestinos hacía que los israelíes cayeran en sus brazos. Y si desde la oposición arremetía contra el acuerdo de Oslo, desde la oposición, ese Oslo-firmado-pero-muy parcialmente-puesto-en-práctica resultó ser un regalo inesperado. A cambio del reconocimiento de Israel, los palestinos no habían recibido, básicamente, más que la administración de sus ciudades. Israel se había librado así de la "gestión" de una población hostil, mientras que conservaba las tierras. Los palestinos, que antes del acuerdo de Oslo podían circular de parte a parte por los territorios ocupados, se hallaban ahora encerrados en ciudades cercadas por controles y tanques israelíes. Pero por encima de todo, y por razones de política interior americana (el auge de la derecha cristiana tradicionalista, un Congreso de mayoría republicana más proisraelí que la Administración demócrata más favorable a Israel, los líos amorosos del presidente Clinton), la única potencia con capacidad para presionar a Israel quedó reducida a la impotencia.
Avanzando en las encuestas, y sin nadie para detenerlo, Netanyahu no tenía motivo alguno para cortarse. Arremetió de cabeza, multiplicando las provocaciones con el fin de derribar a la actual dirección palestina -barriguda, corrompida, exhausta, pero partidaria de un reparto pacífico de Palestina- y de favorecer el acceso al poder de los islamistas intransigentes. Al mismo tiempo, en el plano interno, su acción ha llevado hacia un Estado de Israel teocrático, de la misma naturaleza, en última instancia, que la de los regímenes islámicos que amenazan con instalarse a su alrededor. Esto es lo que le vendría bien: integrismo judío contra integrismo musulmán. Porque confía en que, en ese caso, Occidente y Estados Unidos, privados de cualquier otra alternativa, preferirán siempre el primero al segundo.
Todo aquello que Rabin había temido -aquello por lo que había aceptado, aun a regañadientes, dar la mano a Arafat- está haciéndose realidad. Pero la consecuencia más importante ha pasado por ahora desapercibida. Al extender y multiplicar las colonias en los Territorios, al trazar carreteras para hacer imposible un Estado palestino, Netanyahu está haciendo a los dos pueblos inseparables, y esto es precisamente lo que Rabin había intentado evitar in extremis. La experiencia de toda una vida le había enseñado que no hay manera de deshacerse de los dos millones de palestinos que viven en los territorios, y que representan en total, junto con el millón de palestinos que son ya ciudadanos de Israel (los famosos "Árabes de Israel"), más de un tercio de la población del país. Desde luego, los de Cisjordania y Gaza no son (¿aún?) israelíes y no quieren serlo, pero ¿qué se hará con ellos a la larga? ¿Y cómo mantener un "Estado judío" en esas condiciones? Si se excluye la "solución" de la expulsión masiva de los palestinos, sólo quedan otras dos: un régimen de apartheid sin más perspectiva que la de mantener reprimida a una sociedad palestina privada de derechos, proyecto éste que dista mucho de la utopía original, o un Estado binacional que lo sería de todos sus ciudadanos, israelíes y palestinos, opción claramente contraria al proyecto de un Estado judío. Provocada por Netanyahu, la muerte del proceso de paz no vaticina solamente conflictos y sufrimiento, sino también, y paradójicamente, el final del sionismo.
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