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Una novela europea

El mayor desastre moral de un siglo como el nuestro tan pródigo en ellos es sin lugar a dudas el holocausto de seis millones de judíos en los campos de exterminio nazis. Ningún poder despótico había dispuesto hasta entonces de una máquina destructiva de semejante alcance. Gracias a la conjunción jamás vista de una ideología ultrarracista con unas técnicas industriales, económicas, empresariales y hasta "ecológicas" -campos de muerte que funcionaban mediante el trabajo esclavo de las víctimas, reduciéndolas poco a poco al estado de materia reciclable o desechable, mero humo y ceniza-, el sistema creado por Hitler ocupa el primer puesto en el palmarés de la barbarie humana.La vasta y con frecuencia admirable literatura suscitada por el holocausto es el reflejo de este desastre moral en la conciencia europea. A la pregunta angustiada "¿puede escribirse aún después de Auschwitz?", un español, testigo del horror planificado de los campos, repuso firmemente que sí. La trilogía novelesca de Jorge Semprún, escalonada a lo largo de tres décadas, es la indispensable contribución española a la revelación de unos hechos que siguen pesando como una losa en el laborioso proyecto de una nueva Europa más de medio siglo después de la inexpiable vergüenza.

El éxito de público y crítica de La escritura o la vida, volumen que cierra la trilogía, debería inducir al lector de aquél a volver hacia ésta: las novelas que la componen son interdependientes y, para alcanzar su pleno sentido, han de ajustarse entre sí como los elementos dispares de un rompecabezas. Si El largo viaje del narrador en el tren de mercancía humana que le lleva a Buchenwald inaugura las calas y brincos de su memoria en torno a un pasado rico en acontecimientos (infancia burguesa española, guerra civil, exilio, participación en la Resistencia francesa antinazi, adhesión al PCE) y La escritura o la vida completa las espirales y ramificaciones del recuerdo, reinterpretando y matizando lo ya dicho con un doloroso desgarro íntimo, Aquel domingo constituye el eje y vector del conjunto: no sólo la mejor obra de Jorge Semprún, sino también uno de los textos más representativos de la novela europea de la segunda mitad de siglo.

"¿Cómo contar una verdad poco creíble, cómo avivar la imaginación de lo inimaginable sino trabajando y elaborando la realidad, poniéndola en perspectiva?", arguye el narrador a sus compañeros de infortunio de Buchenwald, poco después de la liberación del campo. Lo acaecido en su recinto -degradación de la persona a un subgénero animal, cámaras de gas, hornos crematorios- es inverosímil: la monstruosidad desafía la imaginación. Al recuerdo de lo sufrido por las sombras esqueléticas de los supervivientes se agrega, primero, el descubrimiento de Auschwitz y los demás mataderos industriales nazis y, años más tarde, el sobrecogedor testimonio de los millones de víctimas del sistema forjado por Stalin, de la mano de obra hambrienta y mísera del Gulag. El rojo español internado en Buchenwald descubrirá con bochorno e indignación la existencia de campos similares en la llamada "patria del socialismo", creados en nombre de la ideología que defiende. Las convergencias son sobrecogedoras y le fuerzan a revisar la propia experiencia: su inocencia de víctima se transmuta paulatinamente en conciencia de involuntaria pero real culpabilidad.

El proceso de catarsis subyacente al cañamazo de Aquel domingo entrevera lo vivido con lo leído, baraja fechas, salta del presente a pasados próximos o remotos, viaja por el espacio sin salvoconducto alguno. El Weimar contiguo al campo de Buchenwald es el de Goethe y Eckerman y, simultáneamente, el del ex jefe de Gobierno del Frente Popular francés Leon Blum, recluido allí por los nazis y autor, precisamente, en su juventud, de un ensayo titulado Las nuevas conversaciones de Goethe con Eckerman. Sólo los meandros y sinuosidades de la memoria pueden abarcar el ámbito en el que coinciden dos sistemas ideológicamente opuestos pero cuya práctica envilecedora del ser humano es a menudo idéntica.

Como verificará más tarde Jorge Semprún, los prisioneros comunistas rusos y de Europa del Este liderados por el Ejército norteamericano en Buchenwald -entre los que figuraban numerosos voluntarios de las Brigadas Internacionales que combatieron en España- acabaron sus días en el universo penitenciario de Stalin. La empresa literaria del escritor estriba así en una lectura de Buchenwald y Auschwitz a la luz de lo escrito por Chalamov, Soljenitzyn y, sobre todo, Herling. "No se llega nunca a la verdad sin un poco de invención", leemos en Aquel domingo. "Si no se inventa un poco la verdad, se pasa a través de la historia, sobre todo de aquella que le ha ocurrido a uno mismo, como Fabricio a través de la batalla de Waterloo".

Si, como observó con agudeza Kundera -al reconocer al autor del Quijote el papel fundador de la cartografía novelesca europea-, la novela "es el territorio en el que el juicio moral se suspende", esto es, el espacio de la ambigüedad y de la duda, la experiencia vital y literaria de Semprún se sitúan en los antípodas de Cervantes. Ante los campos de concentración de Hitler y Stalin no cabe incertidumbre alguna. Así, junto al testimonio directo, crudo y brutal de la ingeniería aniquiladora nazi y el conocimiento posterior del Gulag por el testimonio de quienes sobrevivieron, el lector de la trilogía se enfrenta a un amplio y aguijador debate de ideas, ya sea por medio de la reflexión del narrador, ya del diálogo de éste con otros personajes reales o ficticios, o aun de unas conversaciones imaginarias como las de Goethe con su fiel admirador Eckerman. La novelística de Semprún escora con frecuencia, por la fuerza de aquel debate, hacia la discusión filosófica, política o literaria de honda raigambre en la literatura europea del siglo XX y cuyo paradigma se cifra en obras como el Doctor Fausto de Mann y La esperanza de Malraux. Si tenemos en cuenta el provincianismo y la cultura alicorta predominantes en España por razones que no vienen al caso, una novela como Aquel domingo es desde luego excepcional. La libre circulación de un apátrida del fuste de Semprún le convierte paradójicamente en un hijo de la tradición ilustrada europea. El Goethe de siete vidas que aparece en los volúmenes de la trilogía y se esfuma con igual rapidez de ellos, se anticipa al también bicentenario Theodor Fontane de la última y laberíntica novela de Günter Grass.

Pero si Semprún debe poco o no debe nada a Cervantes, enlaza en cambio con uno de sus descendientes directos: Laurence Sterne. Los juegos del Narrador (y esta vez con mayúscula) de Aquel domingo, su hábil manejo de la acronía y la digresión no derivan de Proust, como se ha dicho, sino del autor de Tristam Shandy. Dichos procedimientos, encubiertos o tal vez automáticos en la obra central de la trilogía, muestran en cambio la hilaza en los capítulos finales de La escritura o la vida. Aunque Semprún no maneje el humor a la manera de Sterne y Machado de Asís (1839-1908), la filiación novelesca con el primero es clara. Desdichadamente, la cultura a retazos o de oídas de nuestra crítica oficial o canónica ignora la obra de Machado de Asís, primer sucesor de Sterne en Iberoamérica, y el hecho en verdad notable de que, un siglo antes de éste, el español judío Antonio Enríquez Gómez -autor de la novela picaresca Vida de don Gregorio Guadaña y muerto en 1663 en una cárcel secreta de la Inquisición- inventase la figura del narrador que describe su estancia en el vientre materno y las vicisitudes de su nacimiento, exactamente como en Tristam Shandy.

Nuestra literatura sigue siendo la gran caja de sorpresas, y un cosmopolita y judío de honor como Jorge Semprún es el mejor ejemplo, más allá de su testimonio capital sobre los horrores del siglo XX, de la cultura abigarrada y compleja, abierta a todas las influencias y lenguas, que es la patria real en la que habitamos.

Juan Goytisolo es escritor.

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