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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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'Hot line' (y 6) La hora de los basureros

La reacción de la pareja de actores fue histérica. Sin cesar de repetir que nada había cambiado en ese país de mierda, que todo, la casa, la policía, el aire mismo estaba controlado por los militares, mal llenaron un par de maletas y se fueron sin tomarse la molestia de cerrar la puerta.El detective George Washington Caucamán se quedó solo, abriendo lentamente un papelillo de bicarbonato, y pensando que el dueño de la voz acababa de cometer un importante error. Pero luego de la recompensa efervescente se dijo que tal vez ese hombre tenía la sartén tan bien cogida por el mango, que se daba el lujo de atarle los dos extremos de la madeja, y en ambos estaban los milicos. Los responsables del centro de tortura, y los amenazantes vengadores del culo de Manuel Canteras.

Desde un teléfono público llamó a Anita Ledesma.

-Deja lo que estés haciendo y vete a la radio. Creo que es el único lugar seguro -dijo el detective.

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-Ya estoy aquí -respondió Anita con tono apesadumbrado.

-¿Tuviste visitas en casa?

-Degollaron al perro y le metieron unas ramas en el cuerpo.

-De hojas muy lisas y alargadas. No te muevas de ahí.

Ramas de canelo, el árbol sagrado de los mapuches. El mensaje era muy claro; no había poder que pudiera protegerlo.

Desde la cabina telefónica vio el auto detenido a una docena de metros. Podía caminar simulando que no los había descubierto y tras doblar la primera esquina largarse a correr hasta despistarlos, pero sería inútil. Con seguridad habría otro vehículo en las cercanías y estarían comunicados entre ellos.

El detective George Washington Caucamán recordó con cariño a los bandoleros de la Patagonia. Cuando el silencio les entregaba la certeza de que los estaban rodeando, disparaban sus armas hacia los cuatro puntos cardinales. Nunca faltaba el policía nervioso o novato que les respondía, y así descubrían una línea de fuga.

Salió de la cabina y echó a andar hacia el vehículo. El frío de la noche permitía ver nítidamente el chorro azul saliendo del tubo de escape. A seis pasos de distancia comprobó que el conductor tenía un acompañante. A cuatro pasos vio que en el asiento trasero había un solo hombre, bastante voluminoso. A dos pasos descubrió que el acompañante del chófer era el mismo tipo que le había arrebatado el tenedor hacía dos noches. Casi rozando un guardabarros delantero, escuchó los elevalunas automáticos bajando los vidrios. Entonces echó mano al 38 y disparó dos veces a través de una ventana delantera. El flaco del tenedor nunca más le arruinaría cenas a nadie, porque la bala le había entrado por una oreja llevándole un cuarto de nuca a la salida. El conductor tampoco volvería a sentarse al volante ni pensaba en eso. Toda su atención estaba centrada en taparse el agujero de la garganta por el que la vida se le escapaba a chorros. Y el de atrás era un gordo que, aferrado a una inútil Kalashnikov sin culata, pestañeaba para quitarse los restos de sangre y masa encefálica que le bañaban la cara. El 38 del detective metido en la boca le hizo soltar el fusil y salir del auto.

-¿Conduces, sí o no? -preguntó el detective empujando el revólver.

Dos tiros en una calle vacía que seguía vacía. Dos cuerpos sobre el asfalto recibiendo el adiós de las ventanas que se cerraban, de las luces que se apagaban impulsadas por las manos del miedo.

-No me mates -murmuró el gordo limpiando la sangre del volante con la corbata.

-Como bajes de ochenta por hora, ya sabes.

El auto avanzó por calles desiertas, silenciosas. Sólo el "víbora dos, responda, ¿qué pasa, víbora dos?, responda" saliendo intermitentemente del equipo de radio rompía la monotonía del viaje.

-¿Hacia dónde vamos? -preguntó el detective.

-Hacia el este, a la cordillera -respondió el gordo.

-Diles que me siguen rumbo a la Estación Central.

Con un cuarto de cañón metido en una oreja, el gordo respondió a víbora uno. Al llegar a un parque de árboles altos y gruesos, el detective ordenó detener el auto.

-Quítate el saco.

-No me mates. Por Dios, no me mates.

-Limpia la sangre del parabrisas, imbécil. ¿O quieres que tengamos un accidente? ¿Llevas un teléfono? ¿Qué es esa luz blanca allá arriba?

-Atrás hay un celular. Ésa es la Virgen del cerro San Cristóbal. No me mates.

-¿Qué esperas? Al cerro.

Más calles y avenidas desiertas. Tan sólo unos perros vagabundos se atrevían a romper la normalidad del miedo. Llegaron hasta los faldeos del cerro.

-¿Hay vigilantes a la entrada?

-A esta hora, no.

Empezaron a subir la estrecha carretera flanqueada por árboles tan antiguos como la ciudad. Una triste llovizna hacía difícil el avance, las ruedas se aferraban mal al terreno, pero el 38 en la oreja del gordo hizo de él un piloto de fórmula uno.

Ya en la cumbre, ordenó bajar al gordo y lo esposó abrazado a un árbol. Luego de comprobar la batería del celular llamó a Anita.

-Escúchame sin hacer preguntas. Repetí nuestro paseo y aquí me quedaré. Necesito mucha gente a las siete de la mañana, que todos traigan radios portátiles sintonizadas en vuestra estación, y que los técnicos estén preparados para grabar una conversación y la difundan a las siete y cinco.

-Comprendo. Te quiero, indio.

-Adiós. Yo también te quiero, huinca.

El detective George Washington Caucamán renovó la carga de su 38, revisó los bolsillos del gordo, encontró cigarrillos y una petaca con whisky.

-La noche será larga, gordo. Trata de dormir.

Y así fue. Una noche larga, fría y lluviosa. George Washington Caucamán encendió todas las velas que encontró a los pies de la Virgen, que muy arriba abría los brazos para bendecir una ciudad maldita.

A las seis de la mañana, el gordo dormía de rodillas, abrazado al árbol. Lo despertó de una patada y se dirigió hasta el auto. Cogió el micrófono y dijo:

-Aquí víbora dos. Víbora uno, responda.

-¿Indio? No tienes escapatoria. Te arrepentirás hasta de haber nacido -ladró víbora uno.

-Que se ponga el general Canteras, o tendrán un tercer muerto -ordenó apuntando al gordo con el 38.

¿Cómo te atreves?, indio de mierda -ladró entonces la misma voz ronca, recia y masculina de la primera llamada intimidatoria, la misma voz del presentador de las cintas del horror.

-Lo sé todo, general. No fue difícil reconocer su voz de cabrón y hay dos cintas en poder de la prensa. Negociemos. Lo espero en una hora bajo la Virgen del San Cristóbal. Ni un minuto más.

-Estás loco, indio. El general te matará apenas te vea -dijo el gordo.

Los minutos que separan la vida de la muerte se suceden veloces. A las siete menos cinco vio avanzar el Mercedes Benz del general. Una tímida luminosidad diurna se insinuaba sobre las copas de los árboles. El general Manuel Canteras bajó del auto. Vestía un abrigo marrón y sombrero del mismo color. Los gritos del gordo esposado al árbol no detuvieron su andar decidido.

-Ahora, Anita, empiecen a grabar -dijo el detective metiendo el celular en el bolsillo superior del saco. -Ya eres mío, indio -saludó el general.

-Sé perder. Los indios siempre hemos perdido. ¿Me llevará con los demás torturados para incluirme en su programa?

-Así es. Ellos son mi botín de guerra. Aníbal, César, Hitler, Franco, todos los grandes soldados incluyeron prisioneros en su botín. Franco los empleó para construir el Valle de los Caídos. Yo los uso para mantener el respeto al poder.

El general Canteras interrumpió su discurso para volver la cabeza. Desde el bosque circundante avanzaban mujeres, docenas de mujeres con las cabezas cubiertas por pañuelos blancos y los retratos de sus parientes desaparecidos.

-¿Qué pasa? -ladró a sus guardaespaldas.

A una señal de George Washington Caucamán, las mujeres encendieron las radios, y el general escuchó su confesión multiplicada.

-Maldito indio. Pude matarte en cualquier momento.

Varios carabineros somnolientos y confusos se acercaban trotando. El detective mostró su placa a la luz de la mañana y gritó a todo pulmón:

-¡Policía! ¡Está detenido, general! Amanecía sobre Santiago, y, como siempre a esa hora, la basura era retirada para sugerir un poco de decencia.

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