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Reportaje:

Morir en el acueducto

El salto desde 26 metros puso fin a una desgraciada historia de amor y drogas

Nada en los últimos años había alterado la tranquilidad de agosto de una pequeña capital de provincias como las muertes del hombre y de la mujer que el miércoles por la mañana se arrojaban desde el acueducto de Segovia, a más de 26 metros de altura. Con estas muertes se cerraba la espiral que se había iniciado con la enfermedad psiquiátrica de la mujer y que había continuado con el galope desbocado de la droga.Seguramente, Paloma A.S, de 39 años, rubia y con ojos claros, ya no recordaría cuando, a sus 19 años recién cumplidos, vivía, exultante, su elección como alcaldesa de las ferias y fiestas de Segovia, en 1978. Entonces, como representante de las chicas segovianas, se confesaba amante de la natación y del cine de Federico Fellini, y criticaba que los jóvenes tuvieran tan pocos sitios para divertirse en Segovia.

Divorciada, con dos hijos, de 16 y 15 años, atendía hasta principios de esta década a quienes se acercaban a su tienda de regalos, en una céntrica calle de la capital segoviana. Luego, llegó la enfermedad y le puso su vida patas arriba. Según algunos expertos, una esquizofrenia reactiva crónica, que la llevó a la unidad psiquiátrica en varias ocasiones pudo ser la espuela que la empujara hacia el oscuro pozo de las drogas, de las que, pese a intentarlo, no pudo escapar. Fueron las drogas -dicen todos- las que la sacaron a la calle a mendigar bajo disculpas tan peregrinas como la de necesitar dinero para una bombona de butano. El Estado la pasaba una pensión mensual de incapacidad en torno a las 100.000 pesetas, según algunas personas que la conocían.

Desde hacía unos dos años, Paloma formaba pareja con quien también compartió los últimos momentos de su vida, Miguel ÁngelA.T., de 37 años. "Un buen muchacho", de acuerdo con personas de su entorno, pero que, cuando contaba con 16 años, ya había dado algún disgusto a la familia. A esa edad se había escapado de casa, tras quitarle la pistola al padre, un coronel del Ejército actualmente retirado. La cosa entonces no pasó de anécdota. Dejó los estudios y, excepto algunos trabajos esporádicos, no tenía empleo. Sólo el de colaborar con su compañera en pedir limosna, siempre en zona distinta por aquello de no coincidir y pisarse los clientes. Al final del día, se juntaban para cerrar caja y, quizá, comprar alguna papelina para huir del frío y los temblores del mono.

Su muerte se ha llevado también lo que ocurriera en sus últimas horas. Todo se limita a lo que han contado algunos testigos. A las ocho de la mañana del miércoles alguien llamaba a la policía para informar que un hombre y una mujer, que se abrazaban, se hallaban sobre el acueducto. Fácil hazaña, gracias a los andamios que rodean algunos pilares. Nada pudieron hacer un policía local y un obrero de la empresa que restaura el monumento para impedir que Paloma, de pie, se lanzara al vacío. Fue un ruido que no olvidará el hombre que pasaba por allí y que lo comparó con el de un saco chocando contra el suelo. Poco después, ante la mirada angustiada de los bomberos que desplegaban una escalera para intentar convencerle de que depusiera su actitud, Miguel Ángel tomó impulso y se arrojó al vacío. A los dos cadáveres apenas les separaba una distancia de tres metros.

Reinserción Social, un colectivo próximo a movimientos anarquistas, distribuyó ayer un comunicado en el que se afirma que "Paloma y Pichi se querían y estaban dispuestos a casarse. Cuidaban a su perro, lo compartían casi todo, incluso las drogas". "Tenían algo que era más importante para ellos dos: el amor, que los mantenía juntos y unidos. Se querían, eran felices, y lo fueron hasta el final de sus vidas; uno no podía vivir sin el otro, y así lo demostraron saltando al vacío desde el acueducto, los dos juntos, para siempre, así era su amor...". En el texto, a modo de epitafio, se subraya que su "único delito (si lo hubo) fue nacer en una sociedad que no acepta a las personas tal como son".

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