De la España bruta
Allá en los sesenta rodó por los cines nacionales, y luego por televisión, el documental España insólita. Su secuencia más impresionante era la muerte lenta, crudelísima, de un toro ensogado en las fiestas de un pueblo de la Castilla mesetaria. Mentira parece tanta mala sangre, que no puede atribuirse del todo a la incultura y la ignorancia, pues basta algún sentimiento compasivo, un poco de corazón, para dolerse de tales atrocidades. Tenemos también los descabezamientos a tirones que se practican con un ganso en el País Vasco (paseado luego en alto el bicho muerto entre ridículos clamores triunfales, como si hubieran matado a un dragón), los alanceamientos de reses bravas a campo abierto en Tordesillas, la decapitación a espada y a caballo de gallinas colgadas sobre la calle. O el tema que ahora abordamos, nacional, sí, pero especialmente andaluz por desgracia. A las corridas no se les puede negar su porción de crueldad, aunque tampoco una calidad estética y aun técnica que explican de algún modo su carácter de singular espectáculo. Incluso en los encierros de San Fermín son respetadas las reses. En cambio, no hay por donde coger la inocentemente llamada suelta de vaquillas, así como el toro enmaromado y demás variantes de tan vergonzosos "deportes", los variados sacrificios taúricos, una de las "claves del alma ibérica" como ha escrito un radiante imbécil. Anda, que si por ahí va el alma ibérica, aviados andamos. Persuadido de la necesidad de un cambio y de una puesta al día generales en este país, uno de los gobiernos anteriores prometió firmemente acabar con semejantes lacras. Pero nada en serio se hizo. El interés político de los votos, el miedo a perturbar, lo pusilánime de nuestros gobernantes, dejaron el tema en unos toques a las alcaldías, algunas de las cuales emitieron normas, que hacen incumplibles de nacimiento el alcohol, la brutalidad y la violencia de esos festejitos. Veánse algunos últimos casos, andaluces los tres, y les ahorraré a las poblaciones la vergüenza de dar sus nombres: en una de ellas, una vaquilla aterrada cae desde una altura de cuatro metros y, luego de forzarla a que siga su calvario, hay que apuntillarla. En otro pueblo, un toro amarrado casi hasta las pezuñas (¡qué valentía de mozos!) y, según los medios, "salvajemente herido" en pitones, cara y testuz, sufre luego patadas y un nuevo arrastre de 100 metros, sangrando. "La celebración", transcribo, "degeneró en festival de sangre y sufrimiento para la bestia". Pese a ello -leemos asombrados- "hay que destacar el comportamiento ejemplar de los vecinos, que en ningún momento permitieron que los animales fuesen maltratados". De risa, vaya, si no fuera tan triste. Tercer y (para no cansar) último caso: la turba cobarde cae sobre el toro indefenso y lo dejan lleno de navajazos, palos y golpes, más en los testículos. Duro es decirlo, pero no me preocupan el número y la gravedad de los corneados o descalabrados en semejantes heroicidades. Es un justo desquite de Mamá Natura. Si se lo buscan, con su pan se lo coman.
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