Sobria "Flauta mágica" de Lindsay Kemp
El autor de "Flowers" reservó para la escena final la brillantez de su personal estética
¿Qué fue de aquellas Flowers? Hace tanto tiempo... Tardaba Lindsay Kemp en ser él mismo en Peralada (Girona). Su Flauta mágica discurría la fría noche del domingo por caminos conocidos, sin excesivas sorpresas. Por decorado, unos arcos neoclásicos, con estatuas vagamente mitológicas metidas en nichos. Vestuario sobrio, muy cuidado, decididamente bello. Hasta el momento de la apoteosis final, cuando ya el príncipe Tamino consigue superar todas las pruebas. Entonces el escenario se llenó de papagenos pequeñitos, al tiempo que sus papás eran izados al cielo y unos negrazos en tanga sembraban el escenario de pétalos de flores bailando el corro de la patata. Allí estaba Kemp.
Hasta entonces todo había procedido con una sobriedad inesperada en Kemp. Parecía como si la obra se le impusiera, le apretara como unos zapatos todavía poco rodados. Aquí y allá, es cierto, habían aparecido antiguos destellos florales. Por ejemplo, al comienzo de la obra, nada más promulgar Tamino sus terrores al mundo: un poderoso dragón al estilo chino, articulado por varias tramoyas, se imponía con rotundidad, envuelto en una nube carbónica. Al fin un dragón grande y temible y no uno de esos gusanillos miserables tantas veces empleados. Por ejemplo, en las sucesivas apariciones de los tres genios: vestidos de blanco impoluto, con casaca y medias, hacían sus entradas en bicicletas (¿no fue Lavelli quien ya utilizó ese recurso?). Por ejemplo, en las damas de la noche presididas por su vengativa reina: maquillaje kempiano al cien por cien, caras blancas, labios oscuros, altos y amenazantes tocados.Pero todo ello entraba cómodamente en el territorio de lo esperado. Kemp había anunciado días atrás su voluntad de dar a su Flauta una dimensión de cuento infantil. Por suerte, y salvo las excepciones clásicas -las evoluciones de Papageno, el baile de animalillos encantados por el sonido de su carrillón-, no cumplió del todo, y acabó sucumbiendo al hondo mensaje de fraternidad procedente del mundo de Sarastro. Por suerte: porque, por más que se insista, La flauta mágica, de cuento infantil, tiene más bien poco.
Sorprendentemente, Kemp dejó pasar momentos que hubiera podido aprovechar a fondo a los fines de su personal estética. Las pruebas del fuego y del agua resultaron de una inesperada sosez, apenas apuntadas por una iluminación ora roja ora azul. Curioso, porque momentos antes el director había sometido a una chaparrón real a los tres genios de blanco. Sí se vio, en cambio, por dónde podían ir los tiros del final en el trato dado a Monostatos, el rudo guardián de Pamina: un moro imponente, con pantalón ceñido, tirantes y chupa de cuero negro, al modo Querelle de Brest y guiño a las técnicas amatorias sadomasoquistas. Lástima que ese moro (Kevin Bagby) careciera de voz y que, por más que su estampa se impusiera, sus amenazas quedaran en papel mojado.
El reparto de voces fue en conjunto bueno. Por delante hay que poner sin duda a la Pamina de Gwendolyn Bradley: qué voz tan bonita, qué precisa adecuación a las palpitaciones de su corazón joven e ingenuo. Sin olvidar, claro, a Simon Estes, un habitué de las noches de Peralada: la claridad y calidez de sus graves es un auténtico regalo de las fuerzas del bien que presidía en calidad de Sarastro. Es cierto que no siempre se le vio cómodo con la dirección orquestal de Gianandrea Noseda, poco definida, con buenos momentos a la hora de acompañar las arias y menos buenos frente a los concertantes. Josef Kundlak sacó un Tamino correcto, al que, sin embargo, no le hubiera sobrado algo más de arrojo juvenil (empezó algo exangüe, luego mejoró). Tampoco el Papageno de Lluís Sintes fue un dechado de fuerza vocal, pero compensó con una buena presencia escénica. Muy colocada, en cambio, la Reina de la Noche de Milagros Poblador: coloratura ágil, facilidad para dar el cristalino fa sobreagudo que tanto morbo da a la suprema partitura mozartiana. Buen ramillete de segundos papeles.
En definitiva, un buen espectáculo. El público, no siempre atento, se lo pasó en grande. Uno siempre tiene tendencia a exigir un punto más de incomodidad, de compromiso y de emoción cuando se monta una obra grande, compleja y de gran contenido moral como ésta. Pero las honduras, está visto, no son para el verano. En esta época se llevan los colores vivaces de las flores.
Babelia
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