La vieja que pasa llorando
Entre los numerosos elogios y diatribas que ha merecido El bucle melancólico, de Jon Juaristi, nadie parece haber advertido que se trata de un libro de crítica literaria. Es un indicio de lo poco serio que es considerado en nuestros días este género, al que un sentimiento generalizado considera distanciado para siempre de los grandes problemas, los que sólo son encarados ahora por las llamadas ciencias sociales (la historia, la antropología, la sociología, etcétera).Es un sentimiento justificado, por desgracia. Con honrosas pero escasas excepciones, la crítica literaria ha dejado de ser el hervidero de ideas y el vector central de la vida cultural que fue hasta los años cincuenta y sesenta, cuando empezó a ensimismarse y frivolizarse. Desde entonces se ha ido bifurcando en dos ramas que, aunque formalmente distintas, exhiben una idéntica vacuidad: una, académica, pseudocientífica, pretenciosa y a menudo ilegible, de charlatanes tipo Derrida, Julia Kristeva o el difunto Paul de Man, y la otra, periodística, ligera y efímera, que, cuando no es una mera extensión publicitaria de las casas editoriales, suele servir a los críticos para quedar bien con los amigos o tomarse mezquinos desquites con sus enemigos. No es raro por eso que, con la excepción acaso de Alemania, no haya, hoy, en los países occidentales, sociedad alguna donde la crítica literaria influya de manera decisiva en el quehacer cultural y sea una referencia obligada en el debate intelectual.
Por eso, cuando aparece un libro como El bucle melancólico-Historias de nacionalistas vascos, que se sitúa en la mejor tradición de la crítica literaria, aquella que trata de desentrañar en la obra de poetas y prosistas lo que, a partir del placer estético que depara, agrega o resta a la vida, a la comprensión de la existencia, del fenómeno histórico y de la problemática social, nadie lo reconoce como lo que es, y se lo toma por "un ensayo psico-social" (así lo califica uno de sus detractores).
A mí, desde las primeras páginas, el libro de Jon Juaristi me ha recordado a Patriotic Gore, el ensayo que uno de los más admirables críticos modernos, Edmond Wilson, dedicó a la literatura surgida en torno a la guerra civil norteamericana, un libro que leí, entusiasmado, en la hospitalaria British Library del Museo Británico. Entusiasmado pese a que, aunque todas las páginas de ese voluminoso libro me estimulaban intelectualmente, estaba seguro de que, salvo los de Ambrose Pierce y unos poquísimos autores más, no hubiera resistido la lectura de la inmensa mayoría de textos analizados por Wilson. Algo semejante me ha ocurrido con El bucle melancólico. Con la excepción de los de Unamuno, tengo la impresión de que la mayor parte de los poemas, canciones, ficciones, artículos, historias, memorias, que Jon Juaristi escudriña tienen escaso valor literario y no trascienden un horizonte localista. Sin embargo, la agudeza del crítico nos revela, como en Patriotic Gore, en la misma indigencia artística o la pobreza conceptual de aquellos textos, unos contenidos sentimentales, religiosos e ideológicos que resultan iluminadores sobre la razón de ser del nacionalismo en general y del terrorismo etarra en particular. Un crítico que sabe leer es capaz de sacar inmenso provecho de la mala literatura.
Con ayuda de Freud, Jon Juaristi llama melancolía a la añoranza de algo que no existió, a un estado de ánimo de feroz nostalgia de algo ido, espléndido, que conjuga la felicidad con la justicia, la belleza con la verdad, la salud con la armonía: el paraíso perdido. Que éste nunca fuera una realidad concreta no es obstáculo para que los seres humanos, dotados de ese instrumento terrible, formidable, que es la imaginación, a fuerza de desear o necesitar que hubiese existido, terminen por fabricarlo. Para eso existe la ficción, una de cuyas manifestaciones más creativas ha sido hasta ahora la literatura: para poblar los vacíos de la vida con los fantasmas que la cobardía, la generosidad, el miedo o la imbecilidad de los hombres requieren para completar sus vidas. Esos fantasmas a los que la ficción inserta en la realidad pueden ser benignos, inocuos o malignos. Los nacionalismos pertenecen a esta última estirpe y a veces los más altos creadores contribuyen con su talento a este peligrosísimo embauque. Es el caso del gran poeta William Butler Yeats, que en su drama patriótico irlandés Cathleen ni Houliban (1902) inventó aquella imagen -de larga reverberación en las mitologías nacionalistas- de "la vieja que pasó llorando", personificación de la Patria, claro está, humillada y olvidada, esperando que sus hijos la rediman. Jon Juaristi consagra a esta imaginería patriotera uno de los más absorbentes capítulos de su libro. Con perspicacia y seguridad, Juaristi documenta el proceso de edificación de los mitos, rituales, liturgias, fantasías históricas, leyendas, delirios lingüísticos que sostienen al nacionalismo vasco, y su enquistamiento en una campana neumática solipsista, que le permite preservar aquella ficción intangible, inmunizada contra toda argumentación crítica o cotejo con la realidad. Las verdades que proclama una ideología nacionalista no son racionales: son dogmas, actos de fe. Por eso, como hacen las iglesias, los nacionalistas no dialogan: descalifican, excomulgan y condenan. Es natural que, a diferencia de lo que ocurre con la democracia, el socialismo, el comunismo, el liberalismo o el anarquismo, el nacionalismo no haya producido un solo pensador, o tratado o filosofía, de dimensión universal. Porque el nacionalismo tiene que ver mucho más con el instinto y la pasión que con la inteligencia y su fuerza no está en las ideas sino en las creencias y los mitos. Por eso, como prueba el libro de Jon Juaristi, el nacionalismo se halla más cerca de la literatura y de la religión que de la filosofía o la ciencia política, y para entenderlo pueden ser más útiles los poemas, ficciones y hasta las gramáticas, que los estudios históricos y sociológicos. Él lo dice así: "Creo que hay que empezar a tomarse en serio tanto las historias de los nacionalistas, por muy estúpidas que se nos antojen, como sus exigencias de inteligibilidad autoexplicativa, porque tales son las formas en que el nacionalismo se perpetúa y crece".
Que la ideología nacionalista está, en lo esencial, desasida de la realidad objetiva, no significa, claro está, que no sirvan para atizar la hoguera que ella enciende, los agravios, injusticias y frustraciones de que es víctima una sociedad. Sin embargo, leyendo El bucle melancólico se llega a la angustiosa conclusión de que, aún si el país vasco no hubiera sido objeto, en el pasado, sobre todo durante el régimen de Franco, de vejaciones y prohibiciones intolerables contra el eusquera y las tradiciones locales, la semilla nacionalista hubiera germinado también, porque la tierra en que ella cae y los abonos que la hacen cre Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior cer no son de este mundo concreto. Sólo existen, como los de las novelas y las leyendas, en la más recóndita subjetividad, y aparecen al conjuro de esa insatisfacción y rechazo de lo existente que Juaristi llama melancolía. Por su entraña constitutivamente irracional deriva con facilidad hacia la violencia más extrema y, como ha ocurrido con ETA en España, llega a cometer los crímenes más abominables en nombre de su ideal. Ahora bien, que haya partidos nacionalistas moderados, pacíficos, y militantes nacionalistas de impecable vocación democrática, que se empeñan en actuar dentro de la ley y el sentido común, no modifica en nada el hecho incontrovertible de que, si es coherente consigo mismo, todo nacionalismo, llevando hasta las últimas consecuencias los principios y fundamentos que constituyen su razón de ser, desemboca tarde o temprano en prácticas intolerantes y discriminatorias, y en un abierto o solapado racismo. No tiene escapatoria: como esa "nación" homogénea, cultural y étnica, y a veces religiosa, nunca ha existido -y si alguna vez existió ha desaparecido por completo en el curso de la historia-, está obligado a crearla, a imponerla en la realidad, y la única manera de conseguirlo es la fuerza.
Se equivocan quienes suponen que este libro sólo tiene interés para quienes están interesados en el problema vasco. La verdad es que muchos de los mecanismos psicológicos y culturales que él describe como fuentes del nacionalismo resultan esclarecedores para un fenómeno que, por debajo de las diferencias de tiempo y espacio, es -y me temo mucho lo será cada vez más en el siglo que viene- universal. A mí me ha impresionado descubrir en el libro de Juaristi muchas coincidencias con las conclusiones a que llegué, analizando el fenómeno del indigenismo andino a partir de la obra de José María Arguedas, en La utopía arcaica: la misma invención de un pasado impoluto, con la greda del arte y la literatura, que acaba por tomar cuerpo y operar sobre la realidad, imponiendo sus mitos y fantasías sobre las verdades históricas. Pocos libros como éste explican, con ejemplos vivos, cómo y por qué nacen, y a qué abismos conducen, los nacionalismos.
Para escribirlo se necesitaba no sólo talento y rigor. También, mucha fuerza moral y coraje. De sus páginas deduzco que Jon Juaristi vivió en carne propia, desde la cuna y en el medio familiar, primero, y luego como militante, la tragicomedia etarra. Y que, como muchos otros compañeros de generación, fue capaz de tomar luego distancia y emanciparse de aquella enajenación, que, ahora, pone al descubierto en este libro admirable.
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