Una cena en FortunatoJOSEP RAMONEDA
Al lado del Panteón, a dos pasos del Senado y de la Cámara, dicen que la Trattoria de Fortunato en Roma es la zona reservada de la política italiana, el lugar donde se trazan las alianzas, las conspiraciones y otras formas menos nobles de compartir, en un régimen muy dado a la intriga. Allí me llevan, una noche de verano, unos amigos de Florencia deseosos de poner un ojo en los tejes y manejes capitalinos. Desde la misma entrada, Fortunato avisa: las fotos de patrón con famosos aquí tienen predominancia de la clase política: de Reagan a Kohl, de Scalfaro a Prodi. En una mesa, un commendatore de provincias intenta dar conversación a una mujer de alquiler. La mujer parece aburrirse y se entretiene jugueteando con su cola de caballo. Al lado:un padre y un hijo, frente a frente, se evitan la mirada. Por negocios ha venido el hombre a la capital, donde su hijo estudia. No tienen, manifiestamente, nada que decirse. Les ha costado encontrar mesa al padre engominado y al hijo con largas greñas que le caen sobre los ojos. El chico vuelve del lavabo con la melena recogida con una goma: excesiva concesión para los merecimientos del padre. La cena se termina pronto porque los trámites, cuanto más breves, menos incómodos. Nadie se inmuta en el comedor cuando entra Teodoro Bontempi. Le aguardan en una mesa que irrumpe en aplausos al verle, en uno de esos gestos típicos de los fascistas que creen que se lo pueden permitir todo, convencidos de que sólo ellos tienen razón. Teodoro Bontempi es un capo fascista de barriada, líder de los matones del misinismo periférico. Un hombre rudo, un agitador del que Fini no pudo prescindir en su intento de dotar de rostro humano al neofascismo italiano porque era demasiado popular en los barrios más conflictivos de la capital. Elegido parlamentario, a Fini no se le ocurrió otra cosa que proponerle para presidente de la comisión de vigilancia de la televisión italiana. Magnífico puesto para un hombre que piensa a palos. En un reservado, al fondo del local, un grupo de parlamentarios despide curso. Era el coro de ciudadanos pegados a su telefonino que al llegar hemos encontrado en la puerta. Entra un hombre con americana azul y pantalón gris y un rostro sin atributo alguno: es un parlamentario de Berlusconi, afirma contundente mi amigo italiano. Los de Fuerza Italia parecen todos cortados por el mismo patrón. ¿Cómo un ciudadano condenado dos veces por los tribunales puede seguir siendo el líder de la oposición? Lo que haya podido hacer, incluso aquellas cosas que no fueran correctas, ha sido por el bien del país, para crear riqueza y puestos de trabajo, argumenta Berlusconi en sus apariciones públicas. Un argumento que en tiempos de democracia descolorida y desgastada por los estragos de la corrupción hace mella en algunos incautos. Berlusconi querría que D"Alema frenara los impulsos de los jueces a cambio del apoyo a las reformas estructurales que el secretario general del PSD considera indispensables para acabar con la crisis de régimen. Dicen que D"Alema, cínico y calculador, estaría dispuesto a aceptar la propuesta. Sólo hay dos dificultades: que el clamor contra Berlusconi en la izquierda es demasiado grande para que D"Alema se pueda permitir tal suspensión de principios y que D"Alema no tiene poder sobre los jueces, por más que algunos se lo crean y que a él le vaya bien cultivar una sospecha que le hace más temible. La izquierda no puede alejarse tanto de los principios, aunque cuando no se aleja de ellos, por lo general, se aísla. Bella paradoja para tiempos de derribos. Impregnados del ambiente de Fortunato, nuestra conversación salta de Berlusconi a Agnelli. Cesare Romiti, el hombre de la Fiat, ha cargado -25 años de fidelidad- con todas las irregularidades que la justicia ha encontrado en la empresa. Al dejar la casa, Agnelli le recompensó con el 10% del Corriere. La prensa dijo: Romiti es el nuevo dueño del Corriere. Primero, silencio. Una semana después, habló Agnelli: "Romiti tiene el 10%, yo tengo otro 10% y entre muchos otros tienen el 80% restante". Una manera de poner a Romiti en su sitio que recuerda una vieja frase del propio Agnelli: "En los consejos de administración los votos no se cuentan, se pesan". Agnelli tiene probablemente la mejor colección de arte contemporáneo de Italia. No presta obras casi nunca. Ni siquiera al Palazzo Grassi. Estaba orgulloso un amigo profesional de las exposiciones porque la señora Agnelli le había prometido que le dejaba un cuadro. Un mes antes de la exposición, recibió una llamada de la secretaría de Agnelli: "Lo sentimos mucho, pero no le podemos dejar el cuadro. Lo tenemos en la casa de Saint Moritz y vamos a tener invitados. No les podemos hacer este feo". Son las maneras del señor Agnelli. Metidos en materia, hablamos de Nápoles, donde el alcalde Bassolino sigue disparado en popularidad, en un éxito que confirma que no todo es cuestión de imagen: Bassolino es un personaje rudo y un poco tartamudo al hablar. ¿Cómo lo hace un demócrata como Bassolino para trampear con la Camorra? Dos ejemplos: a poco de su llegada, Nápoles fue sede de una reunión del G7. Tuvo un dinero por procedimiento de urgencia para adecentar la ciudad. Hizo actuaciones muy visibles en el espacio urbano, adjudicándolas a empresas consideradas fiables. Fue un acontecimiento. Por primera vez en muchos años, los napolitanos veían que el dinero que venía de Roma tenía plasmación efectiva en sus calles. Más tarde, pidió un importante crédito a un grupo internacional de bancos para intervenciones concretas en la ciudad. Los bancos pusieron como condición nombrar unos inspectores que controlaran el proceso de adjudicación y realización de las inversiones. De momento, por primera vez desde que la democracia cristiana de posguerra emprendió el saqueo especulativo de Nápoles, la Camorra está de espectadora. Bontempi sigue arengando a los suyos. Lentamente el restaurante empieza a vaciarse. Una insólita (y preocupante) constatación: la mujer más elegante de la sala no es una italiana, es una oriental vestida de negro con unas fluorescentes gafas rojas. Junto a la salida, un elevado pensamiento de Giovanni Spadolini: "Un buen bistec es mucho mejor que un pastel de chocolate". Era en Roma, pero posiblemente no sería muy distinto en algún restaurante de Madrid o de Barcelona. Sólo que nos conocemos demasiado y quizá no nos damos cuenta tan fácilmente de las cosas.
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