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Pluralismo constitucional

Daniel Innerarity

No todas las épocas de la historia han disfrutado de una buena política; muchas culturas han sido incapaces de inventar un sistema de convivencia que permitiera la libre asociación de los diferentes. Con frecuencia, el caos es más poderoso que el deseo de emprender algo común. Pero ocurre también que la mala política se debe en ocasiones a un exceso de celo organizador. Un ejemplo de esta incapacidad para la política lo constituyen aquellos regímenes que se enfrentan a la realidad con el principio "planificación o barbarie". Si las cosas no están gobernadas, si no han sido estatalmente tramitadas, si no hay una clara asignación de competencias, si no está claro quién manda, entonces -piensan los escrupulosos guardianes del orden público- las sociedades están entregadas al caos informe de los intereses, a la confusión. Algo de este estilo debía de tener en la cabeza aquel general ruso que visitaba una ciudad alemana invitado por sus colegas y, al ver las tiendas repletas, les preguntó asombrado: ¿cómo hacen ustedes para abastecer esta ciudad? Seguramente era incapaz de pensar que la mayor parte de las cosas se organizan por cuenta propia y que hubiera algún tipo de organización racional de las cosas fuera de la lógica militar. En cualquier sitio se pueden escuchar preguntas con tan poco sentido como la del militar ruso. Si alguien preguntara a los de Albacete cuándo se han autodeterminado haría un ridículo parecido al que provocaría un defensor de la competencia exclusiva del Estado en materia de política internacional si se empeñara en prohibir los viajes de empresarios a Cuba o si un sindicalista considerara que quien suscribe un plan privado de pensiones está rompiendo la caja única de la Seguridad Social. Unos y otros parecen empeñados en mantener el imperio de las normas teóricas sobre la vida política, como si la racionalidad de las conductas sociales dependiera de su ajuste a unos axiomas, del mismo modo que para el anticuado general nuestro acceso a los bienes de consumo era imposible sin un abastecimiento militarmente organizado. Creo no exagerar si señalo que existe un parecido entre la simplificación cuartelera y la lógica moderna de la soberanía. El orden político de la modernidad ha seguido un esquema binario, unas delimitaciones estrictas que distinguían sin ambigüedad entre el amigo y el enemigo, la competencia y la piratería, el señor y el súbdito. Buena parte de los problemas que plantean las políticas de la identidad se deben a que todavía manejan conceptos que están condenados a sucumbir frente a la riqueza y el dinamismo de las sociedades contemporáneas. Todo el cortejo de palabras que acompañan a la idea de soberanía apenas resisten una comparación con el modo como actúan los ciudadanos. Podemos seguir viviendo en esa esquizofrenia entre declaraciones y realidades, pero es más razonable buscar en los cambios sociales las oportunidades de cuyo aprovechamiento depende la viabilidad de cualquier proyecto político. No hay nadie a salvo de esta reubicación general ni de los malestares que provoca la perplejidad. La crisis de los modelos políticos tradicionales exige volver a pensar los Estados y la identidad de aquellas comunidades que desearon convertirse en Estados. Mi tesis es que estamos en el momento oportuno para hacer con las naciones lo que Europa hizo con las religiones en los principios de la modernidad: que el pluralismo de identidades esté recogido y racionalizado por los procedimientos democráticos. No se trata de prescindir de ellas, sino de conferirles una nueva viabilidad. A nadie debería pedírsele que deje de ser lo que es; únicamente se le exige que no entienda su identidad de manera exclusivista, ni la haga valer en contra del pluralismo que caracteriza a nuestras sociedades. Aquí se da esa mezcla de renuncias y oportunidades que tiene que ver con el hecho de que las nuevas organizaciones políticas apunten en la línea de una lógica pluralista, descentralizada y desestatalizada. La obsesión uniformizadora ha dado paso a una heterogeneidad mejor articulada, el centro pierde su antigua significación, las constituciones abandonan su tradicional rigidez, se inauguran posibilidades inéditas de auto-organización. En este contexto no es posible que se modifique la idea de Estado sin que se vean alteradas las circunstancias en las que tenía pleno sentido la reivindicación de estatalidad. Nos encontramos ante la posibilidad inédita de pensar identidades que no sean excluyentes, unidades flexibles que no necesiten afirmarse contra el valor de la diferencia. Esta posibilidad puede denominarse pluralismo constitucional, una expresión que contradice el tradicional exclusivismo de las constituciones políticas, pero que pretende recoger la pluralidad interior de nuestras sociedades. La primera modernidad estaba territorialmente caracterizada por el Estado nacional. Había una unidad de pueblo, espacio y Estado. Hoy lo político se ha escapado del marco categorial del Estado, tanto en el nivel internacional, regional y local como también por la transformación de la política, que ha puesto en el escenario nuevos actores, formas y movimientos. El Estado nacional se ha convertido en un actor semisoberano. Buena parte de la política que hacen los Estados nacionales está encaminada a simular que actúan en un contexto territorial definido y a disimular las implicaciones y relaciones extraterritoriales en que están atrapados. Se trata de un juego entre la ficción de unidad nacional y la realidad de las dependencias transnacionales. Con la crisis del Estado nacional, lo que se ha agotado no es la política, sino una determinada forma de la política, en concreto, la que corresponde a la era de la sociedad delimitada territorialmente e integrada políticamente. Las modificaciones de la política vienen exigidas por unas profundas transformaciones de la sociedad, caracterizada por una arquitectura policéntrica. En esta nueva situación, cada vez tiene menos sentido pensar las organizaciones como la expresión institucional acabada de una identidad perfectamente definida y que hubiera de ser defendida frente a un enemigo exterior, contra la pluralidad o la dispersión. Se nos plantea a todos la exigencia de pensar con lógica menos excluyente. La unidad de las sociedades (también de las estatalmente articuladas) tiende a relajarse; en esta misma medida pierde sentido la idea de secesión. Si se consolida la tendencia a configurar entramados institucionales más respetuosos con la pluralidad, cabe aventurar que disminuirá la fuerza reactiva que está en la base de las identidades excluyentes. La madurez política consiste en la superación de las definiciones en términos de contraposición. Todavía nadie sabe qué forma presentará la nueva política, qué tipo de orden corresponde, es deseable o cabe conseguir en una sociedad policéntrica, heterárquica y descentralizada, ni qué posibilidades hay de desarrollar nuevas formas de comunidad posestatal, pero la transformación exigida no es realizable fuera de este contexto. La solución del problema de las nuevas identidades políticas pasa por la desestatalización de la vida pública. Hoy nos encontramos precisamente ante un agotamiento de la jerarquía como principio ordenador de las sociedades. Con una estructura distinta, las especificidades de cada uno de los elementos no necesitarían ser defendidas contra un centro que fuera percibido como esencialmente controlador. Pero no será posible dar pasos en esta dirección sin una relación basada en la confianza. El atasco estatutario se explica por una recíproca desconfianza; unos ven frustrado el acuerdo que le dio origen y otros lamentan una falta de lealtad a la Constitución, de la que el estatuto depende. Unos quisieran solucionar este problema mediante el consenso entre los grandes partidos para establecer unos límites a las demandas de autogobierno; otros confían en poder seguir con una estrategia de regateo ocasional en virtud de la necesidad que el Gobierno tenga de mayorías parlamentarias. Me permito aventurar que el entramado constitucional europeo va a convertir en un absurdo muchas de nuestras actuales discusiones. Ámbitos exclusivos de decisión, soberanías y competencias determinadas serán desprovistos de sentido en un espacio que es más dinámico de lo que permite la tradicional teoría constitucional. En otros países europeos el monopolio competencial se ha quebrado indefectiblemente, bien porque es mayor la complejidad institucional o porque las normas son más flexibles. Los länder alemanes hace tiempo que han minado la competencia exclusiva del Gobierno federal en materia de política exterior, por ejemplo. Mientras que aquí todavía andamos con competencias intransferibles, circunscripciones y cajas únicas, el equilibrio constitucional europeo ha establecido ya unos escenarios impensables hace tiempo, en los que se entrelazan actuaciones de distinto nivel y con una geometría variable. La idea de un pluralismo constitucional no hace otra cosa que recoger el hecho de que vivimos gobernados por lógicas diversas. Seguir defendiendo la propiedad de una soberanía indivisible es algo tan absurdo como aspirar a conseguir una soberanía indivisible. Superar estos esquemas exigirá tiempo, tanto a las estructuras del Estado como a los llamados nacionalismos periféricos. Todavía es fuerte la inercia de los viejos discursos y todavía sigue habiendo modos de decir y sentencias de los tribunales que tienen una idea del poder de acuerdo con la cual es la vida misma la que es anticonstitucional. Afortunadamente, la vida es más poderosa que sus normas, menos rígida, más favorable a que principios distintos compartan un mismo espacio o a que se pueda ser varias cosas al mismo tiempo.

Daniel Innerarity es profesor de filosofía y miembo de la Asamblea Nacional del PNV.

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