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Fuego, "foc"

Anochecía en Barcelona: suntuosamente. No se dan, en mi ciudad, los atardeceres épicos de Castilla, no se manifiesta ese drama de inesperado colorido que desgarra el cielo como si fuera el fin de un mundo, de forma incansable, un día tras otro. Sin embargo, la noche del martes entró de forma grandiosa en Barcelona, saltando el obstáculo incandescente de las nubes de un rosa tísico, y el fondo de un infinito azul, presagio de maldades, heraldo de cegadora inocencia. Hay bellezas que matan.Porque puede que esta novedad del ocaso furioso fuera a cuenta del incendio que se produjo en Collserola, al que los barceloneses asistimos acongojados desde nuestra impotencia urbana. Cuando aún ignorábamos si ardían seis, 600 o 6.000 hectáreas, el nuevo brote de ardor -que reducía a anécdota el ardoroso verano que sufrimos- parecía, y lo era, omnipotente. Y ahí, con el cielo encabritado sobre mi cabeza y en medio del dolor que te embarga al tener que contabilizar la desaparición de un paisaje, me dio por pensar en lo inútiles, absurdas y obsoletas que son estas discusiones en torno a la lengua, las lenguas, cuando son lenguas de fuego las que acaban con aquello que el verbo puede nombrar, pero es incapaz de crear. El habla nos distingue de las bestias, pero las luchas entre lenguas nos bestializan.

Pinos o pins, robles o roures, encinas o alzines: se abrasan por igual en el sofocante, violento atardecer de finales de julio. En este año, en que se revela que la Generalitat es capaz de reaccionar instantáneamente, con grandes reflejos y aspavientos, cuando se trata de defender el idioma que nombra, mientras que permanece aletargada cuando lo que hay que preservar es aquello que seguiría siendo hermoso y necesario aunque careciera de nombre, de filiación, de patria y de idioma. Los árboles, el paisaje. La vida.

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