El orden de los factores puede alterar el producto
Aunque sea bueno el vigor que ha cobrado el debate sobre la reducción del tiempo de trabajo, conviene centrarlo adecuadamente para que ayude y no desplace al que ha de ser el verdadero centro del debate social: la creación de más y mejor empleo.De entrada, es preciso superar la excesiva polarización doctrinaria que bloquea la discusión entre los interlocutores sociales. No es sostenible la resistencia patronal a tratar siquiera la reducción de la jornada laboral cuando hasta la OCDE acaba de reconocer que en determinadas circunstancias puede contribuir a la creación de empleo. Por nuestra parte, los sindicatos CCOO y UGT hemos ofertado una propuesta para facilitar el avance en las conversaciones con los empresarios y el Gobierno.
Así, hemos preferido combinar los campos contractual y legislativo a contraponerlos reclamando sin más una "ley de 35 horas semanales". En todo caso, el sindicato no puede eludir sus reponsabilidades en un asunto que, por ser indisociable de la organización y de las condiciones de trabajo concretas en cada empresa o sector de la producción, ha de negociarlo en cada ámbito.
A menos que el movimiento sindical optara por limitarse a ser un simple intermediario entre los trabajadores y la política. Ya fuese por orientar su acción exclusivamente frente al Gobierno de turno o por encaminarla a que la oposición tenga que asumir en su programa la elaboración de una "ley de 35 horas semanales" y la promesa de aplicarla en caso de alcanzar al Gobierno.
Eso comportaría un enorme retroceso en la autonomía del movimiento sindical y su debilitamiento como sujeto directo en el gobierno del empleo y los derechos de los trabajadores. Y ése es un camino de vuelta atrás que al menos la Confederación Sindical de Comisiones Obreras no está dispuesta a recorrer.
Porque además de retroceder no se conseguirían las 35 horas semanales, sino instrumentalizarlas a modo de consigna a la espera de que se produjesen cambios políticos de envergadura, que, siendo deseables, no pueden hipotecar la acción sindical en el presente ni abocarla a una fuga hacia adelante por condicionar -y tal vez obstaculizar- el advenimiento de un relevo gubernamental.
De atentismo ante los cambios políticos también tenemos alguna experiencia que no podría repetirse ahora ni creo deseable que se repita, ni para la izquierda política ni para los sindicatos. En 1982 ganó las elecciones generales el PSOE llevando en su programa la jornada máxima legal de 40 horas semanales. Aun contando con mayoría absoluta para tramitar en el Parlamento cada propuesta programática que se propusiera, nos instó a negociar previamente un acuerdo con las organizaciones empresariales. Aquel Acuerdo Interconfederal (AI) de 1983 contempló una banda salarial comprendida entre el 9,5% y el 12,5% para un IPC previsto del 12%. Es decir, tuvimos que admitir la probabilidad de perder dos puntos y medio de poder adquisitivo contra la posibilidad de mejorarlo medio punto como máximo. Y en su artículo sexto, dedicado a la jornada laboral, nos vimos en la tesitura de convenir la congelación de la jornada durante el año 1983 en los términos que estuviese previamente pactada en los convenios, o sea, que quienes no tenían las 40 horas semanales deberían esperar al menos dos años para reivindicarlas aunque se promulgase la ley. Asimismo, se estableció el cómputo anual de la jornada semanal, fijándose en 1.826 horas con 27 minutos, y no pudimos conseguir que el tiempo de bocadillo se considerase tiempo de trabajo efectivo.
Aquel fue el precio que hubo que pagar para que viera la luz una ley de 40 horas que, además de suponer una leve reducción real y no para todos los asalariados (antes de la ley, la jornada individual por trabajador estaba en 1.845 horas), tampoco sirvió para crear empleo.
Desde 1994, año en el que se impuso la reforma laboral, se viene produciendo un repunte al alza de la jornada. Proceso que se explica porque a las mayores prerrogativas empresariales para desregular la jornada laboral otorgadas por aquella reforma, hay que sumar el desplazamiento de trabajadores de subsectores industriales con jornadas cortas hacia otros de los servicios con jornadas más largas. Además se han configurado nuevos ámbitos de contratación colectiva como marcos de condiciones laborales mínimas. Y, al mismo tiempo, se realizan horas extraordinarias en un crecimiento tan exponencial que pueden haber rozado los 90 millones en 1997. Trabajo extra que no realizan todos los ocupados, sino el 11% en el conjunto de los sectores o el 7% en los servicios, donde al mismo tiempo las tasas de precariedad laboral llegan a rebasar el 41% como ocurre en la hostelería.
Con un aprovechamiento del 86% de la capacidad instalada industrial y al ritmo de creación de empleo de los últimos años, además de los riesgos de recalentamiento de la economía y de desequilibrio en la balanza comercial con importaciones que están creciendo más que las exportaciones, la productividad tiende a bajar sin que se haya reducido el paro suficientemente ni se tenga capacidad productiva para atender a la demanda final (interna y externa). En consecuencia, hace falta invertir aún más y hacerlo mejor, buscando el mayor valor añadido tecnológico de nuestros productos. Y, para ello, la economía tiene que crecer más repartiendo mejor entre excedentes y empleo, presionando, en suma, para que también el capital aumente su productividad. Un catalizador (no el único) para imprimir este nuevo rumbo a nuestra economía haciéndola más fértil en empleo es la reorganización del tiempo de trabajo y éste se reducirá significativamente si se consigue más estabilidad laboral.
Con el sui géneris reparto español del trabajo conviviendo con el paro más elevado de toda Europa, no podemos plantearnos la reordenación y reducción de la jornada laboral más que en la medida que contribuya a la creación de empleo, a transformar precariedad en estabilidad laboral y abarcando todo lo concerniente al tiempo de trabajo (horas extraordinarias, permisos de larga duración, contratos de relevo y tiempo parcial, etcétera). Algo más complejo que la simple formulación de las "35 horas semanales".
Tampoco nos hemos inhibido ante las repercusiones en los costes añadidos para las empresas. Nuestra posición al respecto la resumía muy bien Cándido Méndez durante la rueda de prensa en la que presentamos la propuesta sindical, adelantando nuestra disposición a incrementar la productividad, a negociar la flexibilidad de la jornada, a moderar los crecimientos salariales y a recabar del Gobierno los correspondientes incentivos económicos. Factores que sólo pueden combinarse adecuadamente mediante una compleja negociación entre las confederaciones sindicales y patronales, en los convenios colectivos y con el Gobierno.
Para conjugar las voluntades de unos y otros en torno a las propuestas sindicales no bastará con llevarlas a las calles y plazas de las principales ciudades del país. Será en las empresas y sectores donde tendremos que demostrar la fuerza de nuestras razones, nuestra radicalidad por consecuentes al negociarlas y más unidad sindical para difundirlas y defenderlas dentro y fuera de los sindicatos.
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