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Seda nigeriana

Emilio Menéndez del Valle

Hay Estados sin razón de ser. O por lo menos con difícil razón de ser. Uno de ellos es Nigeria, donde el último dictador (¿será verdad?) ha muerto el mes pasado. Ciento diez millones de habitantes pertenecientes a centenares de etnias y subetnias, tribus y clanes integran (es un decir) el país más poblado y uno de los más importantes y ricos de África. Toda esa gente, todas esas formas de ser y de hacer, se distribuye en dos grandes zonas geográficas, Norte y Sur, históricamente enfrentadas, a veces sangrientamente como en la guerra de Biafra (1967-1970) que facilitó que un millón de personas dejaran de sufrir.El fallecimiento del dictador -que se llamaba Abacha, pero cuyo nombre no es menester recordar- y la todavía más reciente desaparición de Moshood Abiola -el opositor sureño ganador de las anuladas elecciones de 1993, acusado de traición (¿por ganarlas?) y encarcelado- colocan al país en una situación política, económica y social muy grave y compleja.

Primero está por ver si el sucesor del innombrable, otro general, Abubakar, cumple (o si sus compañeros milicos toleran que cumpla) la promesa recién anunciada de celebrar elecciones libres en mayo de 1999. Si cumple, prometo hacer campaña para que su nombre se incorpore al Olimpo.

Desde su independencia en 1960, Nigeria se halla permanentemente embarcada en dos procesos inconclusos que muchos contemplan con escepticismo. Uno es el de la reconfiguración territorial, de carácter federal, que aspira (ímproba labor) a acomodar el sinfín de colectividades culturales y lingüísticas. Ello ha supuesto pasar de los tres Estados creados por los británicos en 1954 a los 19 de 1976, 21 de 1987 y 31 de hoy.

El otro proceso es el de la interminable, con visos de pesadilla, transición al poder civil, continuamente interrumpido por el Ejército que lleva gobernando (es otro decir) 28 de los 38 años de independencia. Ante la inminente cancelación de los comicios de 1993, el diputado Tokumbo Afikuyomi y en alusión a la permanente transición, con fino humor declaraba: "Es como la segunda venida de Jesucristo. Largamente anunciada, sólo el Señor conoce cuándo llegará".

Pero además, la pavorosa corrupción que impera en el país termina por dibujar un panorama que, si fuéramos capaces de mantener nuestro análisis en veta de humor, podríamos calificar de surrealista. Sobre todo el innombrable, pero también los generales que le precedieron, sistematizaron la corrupción y hundieron Nigeria. Nada más indicativo del desgobierno de los militares que esto: Nigeria, que es uno de los principales productores mundiales de petróleo, tiene que importar gasolina regularmente, porque las refinerías no refinan.

Y mientras se deshoja la margarita a propósito de quién se ha quedado con los mil millones de dólares a ellas destinados (no fue el inmencionable, que sólo recibía comisiones más importantes), la red telefónica se cae a pedazos, los apagones están a la orden de día y de la noche y los ferrocarriles apenas funcionan. En definitiva, no es que la corrupción forme parte del Gobierno, es que es el objetivo del Gobierno.

La facción militar golpista que extorsiona a los nigerianos, muchos de ellos sumidos en una miseria impropia de un país con ingentes recursos, no es sólo corrupta. Es también represiva y asesina. Un denominado Tribunal Especial de Disturbios Civiles, una arbitrariedad seudojurídica establecida por el general de generales y cuyas sentencias son únicamente apelables ante otra corte especial igualmente designada por el Gobierno, se ha encargado hasta ahora de neutralizar a numerosos opositores, de condenar a muerte en rebeldía al único premio Nobel africano, el nigeriano Wole Soyinka, y de ejecutar al también escritor Ken Saro Wiwa.

Afortunadamente desaparecido el hombre fuerte (desgraciada expresión), hagamos votos para que la democracia propicie a una persona no tan fuerte que en lugar de puño de hierro se sirva de mano de seda, una mano abierta y tendida a los ciudadanos de Nigeria.

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