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Un mal paso

Los derechos humanos se nos presentan hoy como el único corpus que tiene legitimidad bastante para presidir los procesos y prácticas propios de la vida en común de los individuos y los pueblos. Además, a ese corpus, expresión de la dignidad de todo ser humano y concreción de los principios y valores esenciales de la democracia, le hemos asignado, a pesar de su obvia condición histórica, una vigencia que no conoce límites: ni en el espacio, ni en el tiempo. Consagrados como universales y definitivos, los derechos humanos han asumido la función de referente último, de horizonte sin más allá, inicio de una nueva fase de la humanidad, ideológicamente reconciliada, cuyo término será el pleno ejercicio de esos derechos.Ese corpus que creíamos final e inapelable, sobre todo después de las diversas y sucesivas hecatombes del marxismo real, comienza a verse múltiplemente contestado. La Carta de la Organización de la Unidad Africana, argumentando que los derechos individuales sólo tienen sentido en función de los intereses superiores del grupo humano al que se pertenece; la Declaración Islámica de Derechos Humanos, fundándose en sus textos sagrados y rechazando el individualismo radical, que según ella inspira las ideas, las doctrinas y las normas occidentales; la reivindicación de los valores asiáticos incompatibles con los valores occidentales y con su Declaración de los Derechos Humanos. En nuestro propio campo, los críticos radicales descalifican la pretensión de universalidad de los derechos humanos, considerándola como una muestra más del imperialismo cultural de los países del Norte en su permanente cruzada por imponer al resto del mundo sus propios productos y concepciones. Derechos humanos únicos porque en la aldea global sólo cabe una cultura mundial única en la que todos comamos las mismas hamburguesas, pizzas y paellas precocinadas, bebamos coca-cola, usemos jeans y comulguemos en las mismas creencias y usos. Hasta aquí, los términos de una impugnación a todas luces excesiva.

Pero su extremosidad no debe hacernos olvidar que la formulación de los derechos humanos se apoya, por lo que toca a los de la primera generación, en el mundo de categorías propias de la filosofía occidental y más propiamente de la Ilustración con sus modos sociolingüísticos específicos. Y por lo que se refiere a los de la segunda y tercera generación, su vinculación a contextos sociohistóricos concretos es aún más patente. De aquí la urgente necesidad de entrar en el diálogo intercultural de los derechos humanos para buscar en las distintas civilizaciones las equivalencias conceptuales y expresivas de los principios y valores que muchos pensamos que constituyen el equipaje común con el que la humanidad sale del segundo milenio.

Para que ese diálogo, que ninguna arrogancia imperial podrá sustituir, tenga éxito, es capital reforzar la credibilidad democrática de Occidente, tanto desde una perspectiva ética como política. Y en especial, de su buque insignia: EEUU. Por eso, lo que ha sucedido en Roma con el Tribunal Penal Internacional es tan lamentable. No se trata sólo de que hayamos tenido que esperar 50 años para que se instituyera un tribunal con tantos agujeros que si algún día funciona servirá para muy poco, sino que hayan sido los delegados americanos los principales responsables de tan parvo resultado. Porque si no fuera bastante el haberse negado a suscribir el Convenio de Protección de los Derechos del Niño, el no haber ratificado el Acuerdo sobre eliminación de todas las formas de discriminación de la mujer, el no haber firmado el Convenio de minas antipersonales, ni los Acuerdos principales para la protección del medio ambiente, la semana pasada, días después del alegato de Clinton en Pekín en favor de los derechos humanos, los Estados Unidos cambian de chaqueta y cogidos de la mano de China se oponen a la existencia de un Tribunal capaz de hacerlos efectivos. Mal paso para la credibilidad democrática occidental.

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