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La tejedora de colores

Tereixa Constenla

Nunca sería el rostro de Penélope, la gran tejedora que sobresalía por destejer más que por lo zurcido. La belleza de Felisa Gonzálvez Tristán fluye del halo bondadoso que la envuelve. A la hermosura de Penélope, por alguna oculta razón, le pega un toque ladino. Felisa Gonzálvez hilvana fantasías coloristas, repletas de combinaciones azarosas y tacto amoroso. La Mandila, el negocio que heredó de su suegra, es casi una honrosa excepción en la producción de jarapas en Níjar (Almería). La tejedora, de 51 años, es una superviviente que cultiva con mimo la producción artesanal y se resiste al adelanto industrial que acabará imponiéndose por doquier. Fabricar jarapas en serie resulta más barato y menos laborioso. La mayoría de los compradores, para colmo, no distingue una alfombra tejida a pulso de otra escupida de forma mecánica, a pesar de la desigual textura. Lo de los precios provoca risa: las artesanales se venden por debajo de las industriales en numerosas ocasiones. En Níjar, adonde acuden manadas de turistas para aprovisionarse de jarapas y alfarería rústica, sólo subsisten un par de telares artesanales. Felisa, después de 30 años de ejercicio manual, se ha atrincherado en la costumbre. "No he querido un telar mecánico que me regalaban, antes que hacerlo compro las jarapas", desafía. Con montañas de trapos, desmenuzados y pasados por la lanzadera, produce entre seis y ocho piezas diarias. Jarapas, de color uniforme; de variaciones simples; de mezclas caleidoscópicas. Cientos de jarapas se apilan dentro de La Mandila, en perfecta armonía con la alfarería nijareña. El negocio, probablemente, morirá cuando Felisa arroje la voluntad que la caracteriza: "Me da pena que nadie siga, mis hijas incluso pelean conmigo, pero la verdad es que me gusta tejer". En un rincón del establecimiento, casi desapercibido, está un viejo compañero de la artesana: un telar adquirido hace 30 años, tantos como acumula su propietaria trenzando colores. "Cuando yo empecé con mi suegra no se hacían para vender. Usted me traía tres kilos de trapos y se lo hacía por encargo", rememora. Los telares pertenecían a la logística de los cortijos, vitales para la economía del autoabastecimiento. Los incipientes turistas de los 70, sigue recordando la tejedora, asombraban a las nijareñas con insólitas peticiones de compra: "¿Y cómo venderle mantas que nos había encargado un vecino?". El producto cotidiano, infravalorado, se revalorizaba ante ojos extraños. En ese proceso, la producción de jarapas se reconvirtió en una actividad artesanal con posibles. Y Níjar, en un pintoresco zoco comercial, con marchamo de autenticidad rústica. Los años gloriosos, en opinión de la artesana, han acabado. Por las calles retorcidas de Níjar se abren nuevos locales para vender artesanía, fabricada en serie. Los hilos se mueven en otra parte, lejos de los telares tradicionales. "Hace unos ocho años tuve que bajar el precio de las jarapas por la competencia de los telares mecánicos, ahora las sigo vendiendo más baratas, aunque éstas deberían ser más caras", dice. Felisa dedica el invierno a la fabricación. Es una época de movimiento escaso: "Aunque no abras no dejas de vender ni una postal". Semana Santa y agosto son etapas punta, ideales para zurcir las cuentas y remendar los descosidos fiscales. Porque la tejedora se siente acribillada a impuestos, como si lo que ella tejiera con mimo lo destejiera el fisco con saña.

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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