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Tribuna
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La mujer mala

El infausto fenómeno de El Niño ha trastornado las estaciones y los días, ha causado inundaciones y huracanes, terremotos y olas de calor que han provocado miles de muertes. Con eso nos dábamos por enterados de que el Planeta debía ser atendido urgentemente y la ecología se aprovisionaba de poderosas demostraciones para su necesaria misión. Con eso ya nos parecía que tendríamos bastante: el castigo en forma de catástrofe y la lección aprendida en forma de contrición. Tras ello, la calma se instauraría de nuevo y el nuevo porvenir, junto al clima, tomaría una deriva cabal. Ahora, sin embargo, llega La Niña.¿Qué quiere decir esto? La Niña no llega para recompensar, alisar el suelo de la casa, poner el ajuar en orden y restañar el mundo, en señal de conciliación. Todo lo contrario: La Niña es mucho peor que El Niño. Incomparablemente más fría y redobladamente cruel. El Niño se presentaba caprichoso, desorganizado, capaz de causar daño con el desorden de su inocencia o la ofuscación de su calor, pero lo que llega ahora es como una inclemencia a secas, no destructora por falta de sentido, sino por exceso de maldad. Viene a hacer daño no para aleccionar sobre un mal precedente, sino para reproducir el mal sin finalidad purificadora. Ella es el mal en estado puro. El mal sustantivamente femenino que se halla en el origen de la especie. La Eva que siembra el pecado decisivo en el Paraíso según la tradición judeocristiana; pero también la Pandora, entre los griegos, o la otra cara del dragón entre los chinos.

De una parte, Gilles Lipovetsky con su libro La troisième femme, y de otra Taciana Fisac con El otro sexo del dragón recrearon en estos meses la memoria de la mujer mala. No la mujer enferma, sino la mujer fatal. La mujer perversa complaciéndose en lo aciago, cumpliendo con voluptuosidad, tan temible como seductora, su encarnación de lo inverso. En el libro de Lipovetsky, donde se discurre por la entera longitud histórica de la mujer, emergen tres trozos de mujeres. En los dos primeros aparece una, inicial, cuya estampa es la bruja, y una segunda, nupcial, cuyo emblema es la princesa; la doncella del amor cortés por la que el caballero entrega la vida.

Lejos de ser el terrible dragón, esta segunda chica es la pieza bellísima secuestrada por el monstruo; en vez de ser la Eva satánica, lo que más se le parece es la finura de un ángel. Por ese camino, la mujer asciende poco a poco a los altares y, a partir de los siglos XVII y XVIII, no baja de allí. "La mujer nos transporta hacia lo alto", dice Goethe. Elevada, adorada, poetizada pero, a la vez, sin un palmo de autonomía respecto a la voluntad del varón. Tanto la mujer satanizada como la mujer divinizada son producto de los hombres. Lipovetsky espera, como es natural, que el porvenir nos enseñe un modelo de mujer-mujer a imagen y semejanza de las mujeres. Ni celestes, ni muy malas.

En China, donde Mao llamó a las mujeres "la mitad del cielo", ha regresado ahora una corriente en la que Taciana Fisac detecta humos del viejo infierno imperial. Han aumentado los abusos sexuales, la prostitución, el concubinato, el infanticidio de niñas y los varios modos privados de explotación. En la superficie, las chinas pueden presumir de alfabetización y cargos políticos respecto a otros países vecinos, pero ni en la vida doméstica ni en la ideología han logrado un estatus de respeto igual. Fisac estudia la evolución de la idea de mujer a través de diferentes novelas chinas, varias de ellas escritas por mujeres y, hasta hoy, la idea de servidumbre persiste en los relatos. Más aún: no hace falta remontarse a las primeras dinastías para obtener una versión de la mujer maldita. Una novela contemporánea, Entre hombres y monstruos, de Liu Binyan, recrea a la mujer como un ser nefasto, capaz de las mayores corrupciones, atrocidades y chantajes. La fastuosa exposición actual sobre los casi 5.000 años de civilización china en el Guggenheim ilustra también el itinerario de este mito. Que afirma La Niña, que niega La troisième femme.

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