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Verano sin política

El verano guarda una característica singular con relación a otras estaciones del año: su advenimiento nunca es oficial. En vano el rotar de los planetas, las mareas, los ritmos del globo terráqueo (compactos misterios todos ellos para un hombre de letras), habrán dado ocasión a la meteorología para informar puntualmente acerca del momento exacto en que la humanidad entró formalmente en el verano. Esa adaptación cuasiadministrativa, que aceptamos en otras estaciones, no nos vale en ésta. Relacionamos el verano con las vacaciones (las vacaciones son el auténtico verano) y, en consecuencia, esa otra parte de la estación en que seguimos generando plusvalía es un verano de mentiras, un verano fraudulento y, posiblemente, cada vez que suena el despertador por la mañana, un verano de mierda. Al verano se va entrando tenuemente, a medida que vamos siendo más y más los que hacemos un alto en el camino. Se entra en el verano cuando suena la campana de la empresa y no cuando lo dice el calendario. Por eso, el verano es una estación fugaz, y la verdadera sensación de sesteo general se reduce tan sólo a unas cuantas jornadas agosteñas en que, en efecto, son muy pocos los que trabajan. Podemos decir que el verano va agrandándose según la gente va tomando vacaciones y se adentra en el viaje, la lectura o la vagancia. Y su forma de morir vendrá también a ser la misma: cuando en setiembre, poco a poco, las ciudades y los pueblos recuperen su ritmo y sean mayores los contingentes de esforzados ciudadanos que, después de haber jugado a fugitivos de sus jefes (o jefes mismos, vagamente despreocupados) vuelvan a la realidad de sus obligaciones. Acotado el tiempo del milagroso fenómeno (la ociosidad pagada), los medios de comunicación se quejan (nos quejamos) de uno de sus más enojosos efectos, un efecto incomodante para el que, aún entonces, trabaja en el atareado negociado de la información: la falta de noticias. Sin embargo, la ausencia de noticias es una falsa leyenda. La ausencia de noticias en verano responde a una empobrecida concepción de la noticia y del verano. No es que falten las noticias. En realidad sólo falta una cosa: se trata de la política. El sobrepeso de la política en la prensa (muy en particular en la prensa vasca) es un reflejo fiel del sobrepeso que mantiene en nuestra sociedad. El volumen de información política en los medios de comunicación es directamente proporcional al volumen de sociedad que desaloja. La política es importante, y en Euskadi lo es desgraciadamente más, pero eliminar el resto de la realidad de un soberbio plumazo, suponer que cuando callan las cúpulas políticas sobreviene un magno silencio, es tan sólo padecer de verdadera sordera informativa. A lo largo del año, el cuerpo mayor de la política restringe la manifestación social, y sólo el verano parece resucitarla. Es en verano cuando ocupan nuestra conciencia las demás cosas, el resto de complejas expresiones de eso que se llama vida (con un sustrato de felicidad tentada al fondo), del cual la política se encuentra en realidad bastante lejos. Amarga nostalgia la del político a lo largo del verano: la prensa no es un tiroteo entrecruzado de declaraciones. La prensa habla de festivales de música o publica relatos literarios. La prensa se dedica a curiosos reportajes, a fiestas patronales o a la apretada agenda social de los famosos. En el fondo y en la forma, todo resulta muy saludable, una cura de humildad para el estamento político, tan loable y necesario como a veces obstinadamente exclusivista. Por fin el tiempo adquiere otro ritmo y se apagan los ecos de la permanente trifulca partidista (que no partidaria, ya que las trifulcas no toman partido por nadie, sencillamente ocurren). Admirable tiempo el del verano en que la política, esa honesta ocupación, descansa como tantas otras. La holganza estival también resulta práctica para desintoxicarse de semejante sobredosis.

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