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El futuro, la variedad, la vidaLLUÍS IZQUIERDO

Uno de los enigmas por los que el Gobierno de CiU resulta enternecedor -pero no menos incompatible con la marcha del mundo por su irresistible propensión a los mitos- es su insistencia, aparentemente remolona a veces, pero siempre incombustible, en considerar el castellano como una fuerza extraña a los intereses de la tribu. Dado el sentido común que caracteriza a los catalanes -o sea, que nos caracteriza, incluso si convalecemos o adolecemos de achaques socialistas-, la solapada enemiga de la lengua de Cervantes revela un pragmatismo tan escaso que obliga a interpretaciones propiciatorias del salto a lo simbólico. Descifrar lo simbólico es tarea arriesgada, sobre todo si sus claves son del dominio privado de la máxima autoridad catalana. Pero cabría aventurar alguna explicación, a elegir entre las tres siguientes: 1. La Generalitat no sabe si apuntarse a la liga hanseática o al mediterraneísmo egeo, tensa como está entre el Walhalla y algún Olimpo macedónico de indefinible substancia. 2. Dado lo nada popular que sigue siendo entre nosotros el PP, conviene acentuar dentro del país unas diferencias que pongan a parirle aquí, para sacar allí -en el Estado- la mejor tajada posible. 3. Anunciar democaracteriológicamente la titularidad de nuestros productos alimentarios y culturales sólo en catalán, de manera que no puedan venderse ni malinterpretarse en ningún otro idioma. O sea: Fer país. Ahora bien, los trompeteados seis millones incluyen inmigrantes, con un cariño especial por su país de origen, y futuros ciudadanos conscientes de que el español no es ninguna tontería. Sobre o bajo la aceptación y buen entendimiento de comprender como catalán a todo aquél que vive y trabaja en Cataluña, parecen colarse aires nada simbólicos de definición. No basta con aceptar: hay que definir. El prurito esencialista o manía de pertenecer al país mejor hay que conjugarlo con cierto buen humor. Pues, fácilmente, puede pasarse de la comprensión de que uno pertenece a Cataluña a la obsesión de considerar que Cataluña les pertenece a unos. Esa pasión desmedida puede abonar las exigencias de credenciales lingüísticas al más pintado de los albañiles, cosa de agradecer; pero curiosa, pues antes debería imponerse a instancias tan representativas como son más de un vocero del Barça y hasta algún que otro patricio encantado de escucharse, incluso en catalán. El campo de la convivencia está por lo demás asegurado, pero uno apenas sí llega a comprender por qué sembrarlo de dificultades bachilleras. Ahora el paisano, que lo es porque vive y trabaja donde le toca, o sea aquí, tendrá no sólo que hablar catalán y español, sino averiguar asimismo en qué grado de solvencia vernácula -por partida doble- se encuentra. Lo cual es perfecto, y parece que marcha bien respecto a muchos jóvenes formados según la normativa reciente, pero no hay por qué inundar el país de país. Somos país, nos gusta el país y hasta vamos con tiento con el país, que es cosa delicada porque, muy en primer lugar, el país es la vida; que es lo que más amamos. La vida es la memoria, y las pérdidas y alguna ganancia en ella; y la vida es el futuro, sólo viable si los golpes de timón que se le quieran imprimir vienen gobernados por la apertura a sus instancias, la soltura en comprender la riqueza de su variedad y el desafío constante de su ritmo. El futuro no pinta sólo catalán. Son los dos puntos de apoyo -memoria y proyecto, historia e imaginación, como inteligencia del futuro- sobre los que tiene que sustentarse la coincidencia de Cataluña. En lo que respecta al punto primero -memoria, identidad, arraigo-, la Generalitat ha llevado a cabo su función con perfecta, por no decir demoledora, eficacia. Realmente, ha llenado el país de país; a tal extremo, que ha llegado a l"entotsolament, al ensimismamiento. Cosa que no favorece el punto segundo -historia e imaginación-, necesitado de arraigo, sí, pero ahora como palanca hacia el futuro. En éste hay que reconocer el español; que es tanto como decir que se trata de una de nuestras lenguas hacia el futuro. Sí, tiene que circular, paralelamente a la exigencia de un dominio en auge del catalán; pero de un dominio que no pretenda ignorar la conciencia que tantos jóvenes tienen de que el español es y será, o puede ser, decisivo para sus vidas; quiero decir para ganarse la vida. Para entender la vida; ahí es nada, disponer de dos lenguas fraternas para enriquecer la única vocación humana, verdadera: entender. Hay que ir contra la especie, no por táctica menos perceptible, de cierto espléndido aislamiento, equiparable a aquello de nosaltres sols. En el horizonte de expectativas de la identidad como definición de uno, la tierra tiende a empequeñecerse y el ego, a levitar por algo tal vez tan natural biológicamente como, desde un punto de vista práctico e intelectual, precario y miope ante el futuro. El imaginario que pulula en el substrato de las estrategias o el talante nacionalista a ultranza dibujan una quimera: la inmaculada de una geografía satisfactoria y plena cuyos límites identificarían el ombligo con un mundo donde sólo se hablara catalán, donde se durmiera, caminara y hasta se permitiera dar algún traspiés, mientras fuera en catalán. Ese imaginario es entrañable. Pero no todo lo entrañable es factible ni, mucho menos, saludable. Fijémonos en España: cuántos humores -malos-, cuántos países -diversos-, cuántas autonomías -sólo tres, verdaderas-. Pero quién le quita la autonomía a Andalucía, que ha trabajado por las tres y cuyo idioma sentía Baroja como un español curioso, y en verdad que lo es. ¿Renunciaremos a la palanca arquimedea en la que nos apoyamos y con la que nos entendemos -es un decir- todos? Una palanca con la que entablar amistades a todo lo largo de América, el continente más largo. Efectivamente, no se trata sólo de fer país, sino de encarar un diálogo vivo y más enigmático con decisión; y para ello será un imperativo el dominio de varios idiomas. Como decía Brecht poco antes de morir, hay que saber de historia, de matemáticas, de literatura. No hace daño saber, aunque sea de cosas tan inútiles como las anteriores, entre otras cosas porque su aplicación raras veces se sabe poner en práctica. Su premisa elemental es convencerse de que el principal estorbo para un saber real es el prurito de colocarle una etiqueta que cante su denominación de origen. Aunque comercialmente resulte comprensible, en absoluto equivale a una mínima garantía de calidad. De modo que es hora ya de dar un giro a la cosa. Fer país está bien; fer i donar vida está mejor.

Lluís Izquierdo es catedrático de Literatura.

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