Los guardianes
Argelia y Turquía coinciden en un rasgo nefasto: en ambos países, aunque con orígenes distintos, mandan los militares. Desde la penumbra, tras una apariencia de democracia, y desde esa supuesta legitimación que se atribuyen a sí mismos como guardianes de la ortodoxia, hoy frente al integrismo islámico. En la medida en que éste es violento, como en Argelia, viene a reforzar este poder opaco de los militares que mandan sin responsabilidad, sin control, y que se aprovechan también, todo hay que decirlo, de la riqueza nacional en un régimen de cleptocracia acusada en el caso argelino.En Turquía, el Gobierno civil de Mesut Yilmaz, que llegó al poder por empujón de los militares, ha tirado la toalla ante las presiones marciales, y aceptado las críticas públicas que los altos mandos militares han emitido contra la forma en la que el Ejecutivo llevaba la política contra los islamistas. Los militares turcos pretenden llevar la voz cantante y dictar la política en la materia. En esto no disimulan, y se envuelven en la bandera del laicismo de Ataturk, que dicen defender. Contrariamente a los militares argelinos, que se reúnen en marcos poco conocidos, los turcos cuentan con un órgano oficial -definido en la constitución de 1980 que ellos diseñaron- para presionar al Gobierno: el Consejo de Defensa Nacional, que agrupa a la cúpula militar, al presidente de la República, al primer ministro y a los titulares de Defensa e Interior. Es en este foro donde se forzó la caída del Gobierno de Erbakan, en el que participaban los islamistas del Partido del Bienestar -el más votado en una sociedad que, se quiera o no, es islámica-, y que quedó posteriormente ilegalizado (aunque otra formación ha resurgido en su lugar). Tras tres golpes de Estado desde 1960, los militares turcos han descubierto que es mejor este tipo de influencia, de control de la situación sin que nadie les pida cuentas.
En Turquía, el islamismo político no ha tenido traducción violenta. En Argelia sí, en buena parte como resultado del golpe que en los días de paso de 1991 a 1992 cortó en seco la posibilidad de una victoria electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS). Una posibilidad que el sociólogo argelino Lahouari Addi calificó en su día de "regresión fecunda", pues la vía electoral minimizaba los daños posibles, y podía llevar a más democracia, a pesar de que los del FIS no fueran demócratas. Huido de la universidad de Orán a la de Lyón, pasando por EE UU, Lahouari Addi, en varios escritos, el último un artículo significativamente titulado Ejército de Argelia, agonía de Argelia (Foreign Affairs, julio/agosto), ha venido poniendo de relieve, cómo ese poder oculto de los militares es doblemente peligroso, pues les permite llevar las acciones que se les antoje al margen de la ley, sin tener que responder de ellas ante ninguna autoridad que pudiera castigarles. Los horribles asesinatos cometidos por los violentos islámicos, como el GIA, les sirven para no tener siquiera que justificarse, menos aún en un país cerrado a la información independiente. Es poco probable que la "misión informativa" de la ONU, a la que han accedido las autoridades argelinas, pueda ver esta semana todo lo que tendría que ver.
La tragedia es que este tipo de situación, ya sea en Turquía (donde los militares libran una guerra contra los kurdos, una de las razones para haberse opuesto a la creación del Tribunal Penal Internacional) o en Argelia, lleve a tener que elegir entre democracia o secularismo, cuando parece difícil que en esas sociedades, al menos durante un largo tiempo, pueda haber democracia sin islamismo. Los militares argelinos se hicieron fuertes en la lucha contra el colonialismo; los turcos, tomaron el poder también tras una guerra, aunque en este caso era Turquía la imperialista, y en la segunda mitad del siglo supieron sacar provecho de la guerra fría y el anticomunismo. Hoy, buscan su legitimación en la lucha contra el islamismo, en lo que encuentran bastantes apoyos occidentales. De una forma u otra, hay que ayudar a estos países a salir de ese círculo infernal; a buscar una reconciliación entre la política y su realidad social.
aortega@el pais.es
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