El entusiasmo
Vicente Verdú describía aquí el último sábado lo que él llama el malestar, el reflejo pegajoso de una mediocridad que se aprecia en los ámbitos más diversos de la vida nacional. Decía Gabriel García Márquez en Cien años de soledad que hubo un tiempo en que no existían nombres para decir las cosas, hasta que esos nombres se inventaron, y entonces las cosas empezaron a existir. Y lo que ha hecho ahora Verdú es ponerle nombre a una sensación que ya cumple años y que tiene su origen en la falta de ambición, y por tanto en la ausencia de entusiasmo de una sociedad que se puso contenta demasiado pronto. ¿Contenta de qué? En todo caso, satisfecha de sus propios gritos, cada uno con su gritito particular en su propia esquina de la vida. Una sociedad recelosa que tiene en la envidia, y por tanto en la emulación disimulada, así como en el halago vano y en la burla cruel, el motor de sus reacciones. Una sociedad que se defiende a sí misma proponiendo la trinchera del desdén, la frontera frente al otro. El malestar. Una sensación viscosa contra la que parece que no se puede hacer nada, genera impotencia y hastío, ahuyenta.Cuando se despidió de su cargo el último portavoz del Gobierno, Miguel Ángel Rodríguez, algunas televisiones hicieron un recorrido por varias de sus ocurrencias, y una de esas televisiones recaló en dos de las carcajadas más famosas del ahora ex secretario de Estado: la que le produjo la iniciativa autonómica de hacer sus propias selecciones nacionales de fútbol y la que le sobrevino al contar que un oponente suyo del bando socialista se había equivocado, supuestamente, en la fecha de una presunta reunión semiclandestina de su jefe principal, Francisco Álvarez Cascos. "Jugarán a las canicas". "Es que ha metido la pata, es que ha metido la pata". Lo decía riendo sin contención posible el ahora ya ex portavoz del Gobierno, y detrás de esa risa se podía escuchar blandamente la risa propia de una época que de pronto quiso reírse de la otra, instituir esa forma de reacción ante el aspecto o las ideas del contrario; la risa como respuesta, la burla como modo de ser.
Por alguna razón que sólo explica la contingencia, del mismo gesto que provocó ambas carcajadas emanaba la sensación general que describía Vicente Verdú y que cruza como un hielo lleno de manchas el humor nacional, la manera de estar, el mal estar. Por demasiado tiempo, la vida de este país ha sido signada por reacciones así, con las que para desarmar al contrario se ha ridiculizado hasta su sombra.
Aún están en muchas esquinas de los medios esas risitas implacables con las que se pretende acrecentar el malestar de los otros, conduciendo a la gente al silencio y al miedo, y también a la huida hacia atrás en un país que de pronto se puso insufrible, donde en efecto el malestar era una forma de agobio sentimental e íntimo, un hastío infinito.
Poco a poco, estos justicieros gritones han ido perdiendo gas, como si de veras el hastío hubiera llegado también a sus fronteras, y los que estaban a sus espaldas, sin duda riéndoles las gracias o azuzándolas, han echado el freno, o por lo menos han atenuado la marcha; como venía a decir el sábado último en su titular de primera página El Periódico de Catalunya, se han desprendido de cierto lastre; puede suponerse que no será así del todo, que aún hay arrestos en ese trozo del cuadrilátero de España para seguir avivando el malestar, y conviene además saber que ésta no es una enfermedad que se cure de pronto.
Frente al malestar, el entusiasmo. ¿Cómo llegar a él? Es difícil en un mundo que de pronto se cansó. Decía Emilio Lledó -que, por cierto, es maestro del presente portavoz del Gobierno, Josep Piqué- que dentro de todo sí se ve un pequeño no y dentro de todo no siempre hay un pequeño sí; acaso una actitud que tenga en cuenta esa evidencia le devuelva a este país el sosiego y la capacidad de entusiasmo, la tolerancia precisa para ir limando el malestar infinito, la humedad sin objeto, este todo para nada del que habla José Hierro en sus versos de Nueva York. Éste, el entusiasmo, además, y eso lo explicaba también Emilio Lledó, proviene del ejercicio de cierta armonía, de la puesta en marcha de una ilusión antigua, que es reflejo asimismo de la ambición de saber más, de interrogar mejor dentro de nosotros mismos. Es, en definitiva, el gesto de estar en Dios, dicho desde el respeto civil que exige una palabra tan grande, el entusiasmo.
Babelia
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