Silencio mortal en Ballymoney
Los tres hermanos Quinn murieron horas después de una fiesta de jóvenes orangistas celebrada cerca de su casa
Vacías y estrujadas, las latas de cerveza todavía están tiradas sobre el césped mojado. No lejos de allí hay una enorme mancha negra donde la noche del viernes ardió una hoguera. A unos metros, siempre a la vera del camino y rodeada de un manto de cristales destrozados, está una cabina telefónica solitaria y desmantelada. Hay leños desparramados por todos lados pero son menos numerosos que las banderas británicas que se empapan en casi todos los techos del modesto barrio de Ballymoney. Ballymoney era un apacible pueblo agrícola del condado norteño de Antrim hasta que ayer cayó para siempre en la larga lista de lugares malditos de Irlanda del Norte.La jarana de los orangistas de Carnany Park debió ser bastante ruidosa, como suelen ser cada año los festejos del 12, el día de julio que los protestantes conmemoran con saltos y aullidos la decisiva victoria de su máximo héroe, el belicoso rey holandés Guillermo de Orange, sobre los católicos de Jaime II en la batalla de Boyne de 1690. Pero ayer por la mañana en Carnany Park se podía escuchar el chillar de un teléfono a una cuadra de distancia. Nadie, sencillamente nadie -ni los policías ni los periodistas que se arremolinaban en torno a un portavoz del Royal Ulster Constabulary (RUC) que se protegía de la lluvia bajo un alero- se atrevía a hablar en voz alta.
Y nadie podía especular con algún fundamento sobre la hipótesis, una de tantas, de que de la fiesta de la esquina bien pudieron salir los hombres que ayer a eso de las 4.20 de la mañana se aproximaron a la casita amarilla del número 41 de Carnany Park. Allí rompieron una ventana y arrojaron por lo menos dos bombas incendiarias en la planta baja mientras sus ocupantes dormían tranquilamente en la de arriba.
En la casa del número 41 vivía una familia mixta, el padre protestante, la madre católica. Los tres niños, Richard, Mark y Jason Quinn, de 10, 9 y 8 años de edad, respectivamente, habían sido bautizados pero tras la separación de sus padres habían sido alumnos de la escuelita protestante. Dos semanas después de haber salido de vacaciones, hoy será su entierro.
Horas después del más horroroso ataque sectario que se registra en varios años, el informe del forense seguía siendo ayer escueto y fragmentario. Quizás porque la divulgación de la versión oficial en torno al triple asesinato puede resultar políticamente inoportuna en momentos de violencia y fuerte tensión en todo el Ulster. O quizás porque la historia de los tres hermanos Quinn es bastante complicada, como suele ser la vida en Irlanda del Norte: Su madre se había emparejado hace algún tiempo con otro hombre, al parecer protestante. La noche del viernes tenían una huésped, también protestante.
El entorno protestante no resultó ser sin embargo un antídoto contra el odio de los lealistas, los forajidos protestantes probritánicos que se han lanzado a una virulenta campaña contra los católicos a fin de torpedear el incipiente proceso de paz en el Ulster. La gran movilización de orangistas en Drumcree y el fervor anticatólico de sus líderes debió alentarles aún más. Claramente, los asesinos tenían intención de arrasar con toda la familia.
En Ballymoney no sólo hay repugnancia por el crimen. Hay tembién miedo. Ninguno de los vecinos de los hermanos Quinn quería hablar ayer. Lo demostró primero una joven pareja que salió de la casa contigua, él sujetando un gran paraguas, ella empujando un carrito con un niño de meses. ¿Conocían a Richard, Mark y Jason? El hombre baja el paraguas hasta los ojos. La mujer susurra "váyase, váyase". Un hombre mayor que aparece en la calle con una bolsa en la mano apura el paso cuando uno intenta acercarse. Una vecina cierra abruptamente las persianas cuando ve que se la ha descubierto atisbando desde una ventana.
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