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La gastritis catalanaANTONI PUIGVERD

Lo más fatigante de la cuestión nacional catalana no es la cuestión en ella misma, es decir, el debate ideológico que circularmente, viciosamente regurgitamos los políticos hablando y los polígrafos escribiendo; no, lo más fatigante de la cuestión es que muchas veces el debate ideológico no es más que un disfraz. Argumentamos unos y otros con mayor o peor gracia, pero estamos, con frecuencia, rebozando una postura visceral, sanguínea, previa a toda discusión, ajena en realidad a cualquier búsqueda de la verdad: hay en este país quien no soporta la cosa catalana y, menos aún, el moho catalanero que se le adhiere; y hay quien no soporta la cosa española y mucho menos todavía la españolada en que frecuentemente deriva. Sobre esta animadversión, tribal y antigua (que tiene sus antecedentes clásicos, como un texto, apestoso aunque brillante, de Francisco de Quevedo sobre la "mezquindad" de los catalanes), se han construido sesudos discursos a favor o en contra de los nacionalismos, se ha teorizado sobre la razón ilustrada, sobre el romanticismo alemán, se ha apelado a la historia (esta muchacha que guiña, a la vez, a todos sus pretendientes), se han usado los muertos, los emigrantes, las derrotas, el fútbol, los cambios sociales, los poetas resistentes, los nuevos ciudadanos. Calentadas las vísceras por el inclemente sol mediterráneo, a muchos les parece interesante rebozarlas con una gran palabrería. Se trata, en general, de un ejercicio o bien de zoquetería o bien de cinismo. Zoquete es el que pretende defender la verdad sin saber que, en realidad, está defendiendo sus testículos. Cínico es el que construye una verdad a la medida de sus testículos. No es éste, naturalmente, un mal exclusivamente catalán. En todas partes cuecen las habas de la palabrería disfrazando, serviles, a las vísceras; pero es sabido que mal de muchos no es consuelo de tontos; y menos si, como creo que acontece en este momento histórico, nos estamos jugando el tesoro más preciado de que disponemos: la unidad civil. Lo curioso es que, a pesar del tiempo que llevamos en brazos de tan madura y pringosa cuestión, una amplia mayoría de la población catalana todavía no se ha enterado de su existencia pringosa o, lo que sería aún mejor, puede que no quiera darse por enterada. Esto al menos se desprende del interesante artículo que Bru de Sala publicó aquí mismo sobre el sentimiento de pertenencia de los catalanes. Me encantaron las cifras de las encuestas que aportaba; existe un enorme espacio central que acoge catalanes de todo origen, lengua, clase y condición; catalanes que comparten, sin traumas aunque con pequeñas incomodidades, su catalanidad y su españolidad. Un espacio central, pero no uniforme; en una variada gama de intensidades, hay quien se siente más catalán que español, y viceversa. Aquellas cifras demuestran que los extremos son reducidos. Seguramente, la conciencia de estar confinado en un extremo menor del abanico patriótico sensibiliza, crispa y exaspera. Esto explica el griterío de muchos de los opinantes o de los políticos que responden a estos extremos (aun cuando estén colocados en posiciones centrales del arco político). No sólo gritan más estos extremistas; también, con frecuencia, consiguen, a pesar de su actitud ultraísta, centrar las discusiones, convertir lo excéntrico en central. El sueño de los excéntricos nacionales es (según sea su extremo preferido) españolizar o catalanizar de una vez por todas el país, uniformarlo definitivamente. No soportan la variedad de los espesos sedimentos que el río de la historia nos ha legado. Bien es verdad que si en la variedad está el gusto, también está la dificultad. Los excéntricos encuentran siempre excusa para la queja. Nuestra democracia es una joven recién salida de la adolescencia que no ha dispuesto de mucho tiempo para zurcir, coser y enmendar los desaguisados que la España eterna causó a la cultura catalana. La dejó en harapos, molida a palos. Muchos nacionalistas catalanes encuentran un raro placer en mostrar lo que resta de las heridas a los cuatro vientos, buscando culpables presentes de aquellos pasados abusos. Cada vez, por otra parte, que una ministra como la cándida Aguirre (con o sin Rodríguez, su abuela desalmada) abre su boquita de piñón españolista saltan alborozados los nacionalistas catalanes, encantados de poder demostrar hasta qué punto España "nos" maltrata. Y es que los del otro extremo han aprendido rápidamente la lección del victimismo; descubren en un juzgado un cartel que dice solamente "Jutjats" y se rasgan las vestiduras, lo denuncian al Defensor del Pueblo y arman la de Dios es Cristo. Poco importa que, de puertas adentro, tanto en estos "Jutjats" como en el resto de "Jutjats/juzgados" los autos estén en su inmensa mayoría escritos en español; poco importa: hay que rasgarse las vestiduras por la tremenda desigualdad de estos carteles unilingües. En fin, para qué seguir. Día a día, buena parte de nuestro debate político se organiza en torno a reediciones de viejas y nuevas heridas. De repente, Cataluña se ha convertido en el hábitat ideal de la repelencia. Dos polos iguales se repelen (aunque aprenden el uno del otro; el pujolismo imitador perfeccionista, del viejo uniformismo; y los españolistas, raudos aprendices del victimismo como método de chinchamiento; "tengo yo que tragarme el catalán en la escuela, pues vas a ver tú lo que vale un peine en español"). Para entendernos, llamémosle nacionalismo a todo esto. Forma parte del juego que los convergentes exijan de Maragall unas blancas y catalanas manos, limpias de suciedad españolista, y que pretendan obligarle a tragar todos los sapos (el último, por ejemplo, el de Rodríguez y su cándida ministra) que el veterano presidente, con sus pactos y regateos, obliga a digerir a todo el país ("trágala", exclama desde su elevada tarima dictando el coste político que se debe pagar y cobrándose él solito el beneficio). Pero no es lógico que desde la izquierda le sea reclamado el cumplimiento de las reglas del juego que Pujol inventó y todos aceptaron. Pujol, injustamente o no, ha poseído el campo nacionalista. Entrar en su juego es aceptar que su posición es eterna ("hasta que la muerte nos separe"), puesto que se admite su doble y ventajosa posición de árbitro y de competidor. No habrá alternativa a Pujol si no es posible despojarle de esta doble condición. Ya sé, como afirmaba Fossas el otro día, que el nacionalismo debería ser nombrado siempre en plural. Los hay, efectivamente, de muy diverso pelaje. También es verdad (y esto lo ha explicado, precisamente, Maragall) que en Europa, y principalmente en Italia, valoran muchísimo el "modelo catalano", al que ven, no sólo pacífico, y moderado, sino razonable, solidario con el Estado, integrador y con acento cultural, más que económico (esto en Italia es clave, porque el leguismo es un movimiento puramente egoísta, muy contemporáneo: perfectamente equivalente al feroz individualismo que los neoliberales han entronizado como verdad económica única). Realmente, entre Bossi y Pujol hay una gran distancia, pero no menos cierto es que el discurso de Pujol, por más juicioso e ilustrado que aparezca en el exterior, se transforma en el interior en tacticismo económico ("peix al cove"), corsé administrativo y civil ("aquest no és dels nostres") y propagandismo mediático. Puede que sea discernible el sexo de los nacionalismos, pero está claro que entre unos y otros lo han convertido, cuando menos, en un sexo gallináceo. Llamemos nacionalismo al rosario victimista que une a los que reclaman juzgados y los que reclaman multas lingüísticas, y regresemos al principio. Un poco al estilo de los futbolistas holandeses, que, cuando una jugada se atasca, no se estrellan contra la maraña de los defensores, sino que retrasan el balón a la defensa y empiezan una jugada nueva. Nuevo es ensanchar la cancha y pensar en este enorme espacio central en donde los sentimientos de pertenencia son compartidos, a pesar de los matices, cordialmente. Nuevo es hablar de España no a regañadientes, no como el lobo feroz (aunque en ella existan muchos y feroces lobos), no como un mercado sólo interesante para el viajante del comercio. Hablar de España como territorio fraterno; aunque la fraternidad no excluya la discusión, la diferencia, el pacto. Y nuevo es, fundamentalmente, aceptar la naturalidad de la mezcla catalana. Reivindicar el entendimiento interno, al margen del corsé y de los partidarios de las repelencias. Frente al boxeo lingüístico, lo nuevo sería proponer que suene el gong: una pausa, un Congreso de la Cultura Catalana con participación del mundo castellanohablante para salir del embrollo y la acritud. Cataluña parece hoy un estómago con gastritis. Para empezar, pues, lo que el estómago agradecería, más que un antiácido, es un inhibidor de la acidez.

Antoni Puigverd es escritor.

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