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Sobre satanizaciones

La política es una composición de principios y de posibilidades. No se espera de un ciudadano que, cuando actúa en política, renuncie a aquellas convicciones que considera que son las bases fundamentales de su preocupación por la cosa pública. Se espera, sin embargo, que, dada la relación de fuerzas, deba acatar lo que la mayoría haya decidido, aun en contra de sus propias convicciones y, acaso, que para conducir el gobierno de la cosa pública en ocasiones deba pactar, en condiciones de superioridad o de inferioridad, con quienes tienen proyectos políticos diferentes.La política, se nos enseña, es diálogo. Pero para dialogar es preciso que los contrincantes estén de acuerdo en cuál es el marco dentro del cual confrontamos nuestras posiciones y, sobre todo, cuál es el procedimiento con el que dirimimos nuestras diferencias.

La política, como consecuencia de las dos actitudes anteriores, es también sentido de oportunidad y de urgencia, esto es, decisión.

Armado con estas consignas de principios, pragmatismo, diálogo y decisión acaso pueda vencer la pereza de insistir en argumentos, cuando el debate político, durante meses, en el País Vasco, muy especialmente desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco hace un año, es mera repetición: ¿qué voy a decir de nuevo?

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No, desde luego, volver a razonar en detalle sobre cómo, cuando nos referimos al juego de principios y de pragmática, esto no supone que, por pragmática, hayamos de admitir como interlocutores a los que legitiman a los violentos, pues éstos están fuera del marco del diálogo democrático. Tres son, sin embargo, los que, frente a estas tesis, plantean las suyas, y las voy a exponer, tal como yo las entiendo, ahorrando la repetición de argumentos: aquellos que, por principios, aceptan como interlocutores a los que legitiman a los violentos porque su legitimidad de base no es el Estado de los ciudadanos, sino la nación (algo que comparten con esos interlocutores: vide PNV); aquellos que, por pertenecer unos y otros -ciudadanos democráticos y violentos- a la ciudad de los hombres, son igualmente juzgados como miembros de la ciudad del pecado desde la ciudad de Dios; aquellos que, por pragmatismo (ellos dicen "por política"), piensan que hay que pactar con los que apoyan a los violentos, o acaso con los violentos mismos, al mismo tiempo que por principios consideran que es imprescindible castigar a los criminales de los GAL y otra vez por pragmatismo piensan que hay que olvidarse de los crímenes de los polis-milis. Vamos: que Margarita Robles nos aclare si es bueno que, por pragmatismo -por política-, diría ella, el Estado democrático acepte su derrota, porque si no, como único medio pragmático para no aceptarla se nos podría convertir en defensora de unos nuevos GAL que poner en la mesa de la negociación pragmática (política, diría ella).

Aunque los datos que nos dan peculiaridad a los vascos son los de la violencia y los del modo como ha sido colada, por las tres vías antes indicadas, dentro del campo del diálogo, hay otro dato políticamente más significativo, puesto que afecta, no sólo a la relación entre violentos y no violentos, sino a toda la sociedad: es el de la persistencia de dos legitimidades incompatibles. Por una parte está la legitimidad ciudadana al orden constitucional-democrático, y por otra, la legitimidad por pertenencia a una nacionalidad. Estas dos legitimidades son ideológicamente incompatibles, lo que quiere decir, en política, que la convivencia de las dos podrá ser posible, pero introduce un factor de extrema inestabilidad. Por decirlo dentro de los términos teóricos que he planteado de entrada: estando ambas posiciones -la de la legitimidad ciudadana y la de la legitimidad nacionalista- dentro del marco del diálogo democrático, la incompatibilidad de los principios hace cada vez más difícil la solución pragmática, de modo que la decisión más importante que han de tomar los ciudadanos es la de optar, con todas sus consecuencias, por uno u otro modelo.

Ahora se ha roto el pacto de gobierno que existía en el País Vasco desde el año 1987, salvo un breve periodo -febrero a octubre de 1991- en el que, como consecuencia de un órdago socialista que el PNV aceptó, quedaron los primeros fuera del pacto. (Por cierto, voy a hacer una observación que va a herir en lo más vivo a los políticos vascos de uno u otro pelaje: ¡qué malos jugadores de mus han demostrado ser siempre todos, los unos lanzando sin reflexión los órdagos; los otros aceptándolos compulsivamente!). Pero en este momento no se trata de una partida de mus mal jugada. No nos podemos ofuscar por la anécdota, que sería la de si, ahora, unos meses antes de las elecciones, hay base suficiente para romper por cuestiones algo simbólicas -no el acatamiento a la Constitución, pero sí el reformularla en una frase-; porque también habría que ver si el PNV tiene base política suficiente para plantear nuevos pactos con Herri Batasuna, a riesgo de provocar la ruptura.

En todo caso, la nueva situación política no es esa anécdota. Es la que surge precisamente desde el movimiento popular en repulsa del asesinato de Miguel Ángel Blanco hace un año. Si algo era claro en ese movimiento popular es que, socialmente, una movilización masiva se le había escapado al PNV de su control, y además que el contenido de la consigna era la de romper cualquier lazo con HB. Pues bien, eso no lo ha podido soportar el PNV, que ha desobedecido el mandato ciudadano, precisamente porque no era un mandato controlado por él. Ahora podemos volver atrás e interpretar que la incompatibilidad entre las dos legitimidades -la ciudadana y la nacionalista- estaba gestando el conflicto desde su comienzo. Acaso el precio por la normalización de Euskadi que los no nacionalistas -la mitad de la población- hemos pagado ha sido excesivo. Sería una autocrítica que deberíamos hacer los que hemos defendido esta convivencia. Pero, en todo caso, desde la reacción popular contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco, la posición del PNV es ya evidente. Y no tiene sentido ningún pacto entre la legitimidad ciudadana y la nacionalista sin que antes se confronten estas posiciones en las urnas. Si luego, a pesar de todo, la pragmática de la política obliga a nuevos compromisos, será tras haber planteado a los ciudadanos dónde están las divergencias básicas.

No se trata, en contra de lo que el PNV denuncia, de una campaña de satanización o de linchamiento de ese partido. Se trata de que en este momento hay que tomar la decisión, acto político fundamental, de denunciar la incompatibilidad entre el nacionalismo vasco, tal como el PNV lo concibe, y la legitimidad ciudadana. Yo no pienso que los miembros del PNV sean satanes, ni siquiera malas personas (salvo alguno, pero es mi juicio personal, por otra parte poco significativo políticamente). Pero su proyecto de convivencia debe confrontarse antes con el nuestro en las urnas. Aunque al final las urnas, después de que los ciudadanos se hayan pronunciado, obliguen a nuevos compromisos.

José Ramón Recalde es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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