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Reportaje:

Clinton deslumbra a China

El presidente de EE UU se divirtió y sintonizó bien con los nuevos chinos

ENVIADO ESPECIALEl periodista italiano creía que tenía la oportunidad de vivir la anécdota de su vida: allá, a cinco metros de distancia, se encontraba Chelsea Clinton bailando en la misma pista, la del restaurante, bar y discoteca Park 77, de Shanghai. Al ritmo de la música -pop norteamericano-, el italiano comenzó a aproximarse a la joven, saboreando ya la historia que contaría: Pues sí, estuve bailando con Chelsea en Shanghai.

Estaba a punto de conseguirlo, dos o tres movimientos más y se encontraría frente a la hija única del hombre más poderoso del planeta en el local nocturno de moda de la ciudad más grande y más rica del país más poblado del mundo. "De repente, me descubrí rodeado por media docena de bailarines, hombres y mujeres, que bloqueaban mi acceso a Chelsea", contó luego el italiano. Eran, claro, los agentes del Servicio Secreto en misión de protección a Ckotus (College Kid of the United States), el nombre en su código de la hija de los Clinton. El italiano retrocedió, no había nada que hacer.

Esa noche, la del pasado martes, Potus (President of the United States) y Flotus (First Lady of the United States) -las códigos con que la Casa Blanca designa a Bill y Hillary Clinton- se quedaron en el hotel Ritz Carlton. Estaban agotados. No tenían fuerzas para intentar comprobar por sus propios ojos el renacimiento de la vida nocturna de un Shanghai que en los años veinte y treinta fue la ciudad más cosmopolita de Asia, con cabarés como el Majestic, el Venus Café o el Casanova. Chelsea sí salió, pero para la historia debe quedar que en Park 77 sólo bebió agua mineral.

La caravana de los Clinton -50 vehículos- había trastornado durante toda la húmeda y ardiente jornada del martes el tráfico de Shanghai, ya de por sí un caos gigantesco de bicicletas, motocarros, autobuses y turismos de fabricación alemana. Como en las demás etapas del viaje a China de Clinton -el más largo de su presidencia-, las muchedumbres, a pie o en vehículo, habían aguantado sin la menor protesta tras largas filas de policías armados sólo con radios. "Viene Míster Kilindun", explicaban los policías.

Kilindun, en la pronunciación china de su apellido, o Potus, en el argot de la Casa Blanca, regresó ayer a Washington, con el tiempo justo para asistir a los fuegos artificiales del Día de la Independencia de la única superpotencia que ha resistido todas las turbulencias de este siglo. Pero durante los nueve días anteriores arrastró por cinco ciudades del dragón chino -Xian, Pekín, Shanghai, Guilin y Hong Kong- el séquito presidencial más enorme de la historia norteamericana. Hasta el punto de que The New York Times lo llamó la corte imperial de Bill Clinton. Fueron 1.200 personas -entre ellos 150 agentes del Servicio Secreto-, que se desplazaban en cuatro aviones de pasajeros encabezados por el Air Force One, a los que seguían media docena de aviones militares de transporte con, entre otras cosas, 10 limusinas blindadas a bordo. Y sin embargo, todo perfecto. Allí donde llegaban los estadounidenses imponían sus normas de seguridad y la ostentosa presencia de los agentes del Servicio Secreto -tipos como armarios, de cabellos rapados, audífonos en las orejas-, sus servicios telefónicos y de comunicación, su información y su interpretación de los hechos. Todo perfecto, programado al segundo. Salvo un día, pero eso no fue culpa de la Casa Blanca. El lunes, en el último día de la estancia en Pekín, Mike McCurry, el portavoz de Clinton, se escapó un par de horas para hacer compras. Cuando quiso volver a la Embajada norteamericana, de donde la comitiva presidencial partía hacia el aeropuerto y Shanghai, se encontró con las calles cerradas. La policía se negaba a dejar pasar su coche, por mucho que el chófer dijera que era el de un estadounidense muy importante. Tras arduas negociaciones, las partes encontraron una fórmula de compromiso: McCurry podía llegar a la Embajada en uno de esos carritos tirados por una bicicleta.

¿Vendrán a la cena todos los miembros del Politburó? La pregunta atormentaba a Clinton en la noche del último sábado de junio. Los sinólogos de la Casa Blanca le habían adelantado la posibilidad de que varios mandarines del Partido Comunista no asistieran a la cena de Estado que Jiang ofrecía a su huésped en el Gran Palacio del Pueblo. Los duros, según los sinólogos, podían verse tentados por la idea de protestar con una ausencia por lo ocurrido horas antes en el Gran Palacio del Pueblo.

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En agradecimiento por su visita a China y por su participación en la ceremonia oficial de bienvenida en la plaza de Tiananmen, el presidente chino, Jiang Zemin, le había hecho a Clinton tres concesiones revolucionarias en una China que todavía se define políticamente como comunista: había aceptado que en la conferencia de prensa conjunta Clinton criticara la represión en 1989 de la revuelta democrática de Tiananmen y defendiera los derechos humanos y la causa del Dalai Lama, había aceptado debatir con su huésped sobre esos asuntos en público y había dado la orden de que todo eso fuera retransmitido en directo. Pero a la cena de Estado acudió todo el Politburó. Y la Casa Blanca no ocultó su alivio.

"He disfrutado mucho durante mi viaje a China", dijo Clinton. No era tan sólo una fórmula de cortesía. Viéndole de cerca a lo largo de nueve días trepidantes, se notaba que se lo estaba pasando en grande. Y no sólo porque estaba consiguiendo difundir a uno y otro lado del Pacífico su mensaje: que EE UU y China, que protagonizarán el siglo XXI, están obligados a entenderse, pero que China ayudaría mucho si se democratizara políticamente y abriera sus mercados. No, Clinton también gozaba personalmente con el viaje.

En Xian, tras visitar los más de dos veces milenarios guerreros de terracota del emperador Qin Shi Huangdi, Míster Kilindun aprendió a regatear. Quiso comprar una pequeña reproducción de uno de los guerreros y el comerciante le pidió 250 dólares. Sacaba ya la tarjeta de crédito -en la nueva China se aceptan todas- cuando un diplomático norteamericano en Pekín le dijo que de eso nada, que defendiera sus dólares. Clinton salió eufórico de la tienda: "¡Lo he sacado por 40 dólares!" En Pekín Clinton se quedó atónito ante la brillantez y antigüedad de la civilización china. Visitando la Ciudad Prohibida, se detuvo ante un mural que representaba figuras religiosas. "¿De cuándo es?", preguntó. "De 1298", respondió el guía chino. Clinton se volvió entonces a Hillary y Chelsea y exclamó: "¡No puedo creerlo! !Tiene 700 años de antigüedad!".

Y en Shanghai descubrió que la China de Jiang está mucho más conectada con el mundo de lo que se piensa. En una parada en el Internet Café preguntó a un cliente, un estudiante llamado Hu Danging, si podía entrar en el web site de la Casa Blanca. En medio minuto estaba allí, viendo las fotos oficiales de su viaje a China.

Al pueblo de China, sediento de amistad con EE UU, la estancia de Clinton en su país se le hizo corta. Acostumbrados a ser gobernados por la gerontocracia, los chinos se quedaron boquiabiertos ante su juventud, energía y espontaneidad. En cuanto a las historias sobre sus aventuras sexuales, todo el mundo parecía tolerante. "Mao también era mujeriego", dijo un joven agente de turismo de Xian, "todos los emperadores lo son".

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