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Reportaje:

Bien llamados restauradores

Me ha llegado en estos días la protesta de una amable ama de casa que, a través de una carta que se pretende bastante ácida, pero resulta algo naif, pone el dedo en la llaga en relación a un término, el de restaurador, que no satisface a todos por igual. Nuestra lectora, de la que se adivina que se dedica -al menos, como hobby- a la restauración de muebles, se queja muy airadamente por lo que considera una intromisión y hurto terminológico de lo que ella cree exclusivo de su terreno: es decir de aquellos que tienen como arte y oficio restaurar cuadros, estatuas y cosas así. Aduce que el hecho de denominar restauradores a los dueños de establecimientos hosteleros, sólo obedece a una intención de resaltar más de lo debido la función de los cocineros, de dar "más bombo" (palabras textuales) al asunto. Hay que agradecerle que haya planteado esta cuestión para poder así sacar a la palestra la encendida defensa que del término "restaurador" ha mantenido siempre un hombre a quien en estas materias se le supone cierta autoridad. Se trata de Fernando Lazaro Carreter, presidente de la Real Academia de la Lengua Española. Interrogado sobre la idoneidad del término, por haber quien lo considera un grave atentado extranjerizante, responde así: "¿Galicismo? Pues sí; pero tan amparado en la legitimidad latina como en nuestra propia casta. La segunda acepción de restaurador en el Diccionario ("Persona que tiene como oficio restaurar pinturas, estatuas, porcelanas y otro objetos artísticos o valiosos") no debe hacer olvidar la primera, que reza, sencillamente: "Que restaura. Úsase también como sustantivo". Y como bien nos recuerda el propio erudito de la lengua, restaurar significa simple y llanamente "recuperar, recobrar". Pasa a enumerar seguidamente Lázaro Carreter la cantidad de cosas que son dignas de una recuperación o de ser recobradas, como por ejemplo, las fuerzas de un ejército, las energías perdidas por el cansancio y por supuesto, con absoluta legitimidad, la posibilidad de restaurarse del hambre. Lo cual, por pura lógica cuántica, le lleva a la siguiente conclusión categórica: "Restaurador es vocablo perfectamente formado, muy antiguo en los usos que vimos, y sumamente propio para designar a quien tiene por oficio dar de comer, restaurando las fuerzas desfallecientes del hambriento". Por lo tanto, el término restaurador no tiene patente de exclusividad, ni parientes con los suficientes vínculos sanguíneos como para exigir derechos adquiridos. Para ilustrar con ejemplos lo expuesto, nos remitimos de nuevo, al presidente de la Academia, porque la plasticidad de sus citas no las podríamos emular ni en los días más inspirados: "Se trata de un nombre común (el de restaurador), en todos los sentidos de este adjetivo, por lo cual nadie tiene títulos para sentirse su dueño. ¿Sería lícito que reclamaran los toreros el dictado de matador a los asesinos? ¿Que se sintiera enojado un profesor cuando emplea ese nombre un músico de orquesta, e incluso cualquier ilusionista de circo? ¿O un piloto de barco porque así se llamen los que tripulan -¿otra palabra exclusiva?- aviones o automóviles?... Ningún usuario puede apropiarse de una palabra si el resto de la comunidad no le reconoce la posesión. Si, un buen día, quienes fabrican bancos de cuatro patas deciden llamarse banqueros, y resulta que todos aceptamos darles ese nombre, ¿podrán impedirlo los banqueros de los millones? La lengua es de todos, y ni la Academia ni los Académicos tenemos como misión repartir exclusivas: las concede o las niega el pueblo hablante". Pero, por si todavía queda alguien a quien la democratización de la lengua no le parece motivo suficiente para esgrimir la conveniencia del uso del término restaurador en referencia a los que regentan un restaurante, habría que decir que en este caso, además, no se trata de un capricho ocioso, sino que viene avalado por un proceso histórico irrefutable. La tarea de dar de comer a los convecinos, es casi tan vieja como el mundo. Antes eran llamados mesoneros, fondistas, bodegueros, posaderos, venteros, etc., pero habrá que esperar hasta el siglo XVIII, a los días que precedieron y siguieron a la Revolución Francesa para encontrar el restaurante propiamente dicho, tal y como hoy lo entendemos, ya que como habrán podido adivinar es una invención puramente francesa. Hacia 1765, un señor llamado Boulanger tuvo la ocurrencia en la calle Poulies (rue de Louvre en la actualidad), donde tenía un figón, de ofrecer un sabroso caldo para "restaurar las fuerzas", y para darle más realce dispuso en la fachada de su casa un cartel que parodiaba un pasaje evangélico y en un latín absolutamente macarrónico decía: "Venite ad me; vos qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos". A partir de ese momento la palabra restaurant (de la raíz restaurar) había echado a andar y su paso era ya imparable. Hubo quien no tardó en imitar a Boulanger; en concreto, Antonio Beauvilliers fue el primero que se decidió a denominar a su establecimiento "Restaurant". Lo instaló bajo unas arcadas del Palais-Royal y le llamó La gran taberna de Londres-Restaurant. Fue el primero, y a la sazón proliferaron los imitadores, y aunque tuvo que cerrar durante la Revolución, volvió abrir durante el Directorio. Restaurant y restorán En España la palabra restaurant -e incluso el tipo de establecimiento- no aparecería hasta avanzado el siglo XIX. En Madrid el primero en calificarse como tal sería el legendario Lhardy (todavía vivito y coleando en la Carrera de San Jerónimo, cerca de la Puerta del Sol). Por lo tanto, y para ir terminando con esta, esperemos que aclaratoria, disertación, queda decir que el término restorán, que trató de imponerse castellanizando la palabra francesa tuvo escaso éxito. Sin embargo, el de restaurante, con el añadido de la e final castellana, está plenamente aceptado. La palabra restaurador, a pesar de estar aprobada por la Real Academia, no convence, como hemos podido comprobar, a todos. El académico Camilo José Cela propugnaba la del "restaurantero" por emulación de las de mesonero, pero, con todos los respetos, el palabro deja bastante que desear. Mejor será dejar las cosas como estaban y que el tiempo y el idioma forjado por el uso popular ponga las cosas en su sitio. Y por supuesto, si el propietario de un restaurante se encuentra al frente de sus fogones, siempre le llamaremos cocinero a secas.

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Revolución y restaurante
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