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¿Qué mercado?

Resulta curioso que los nuevos profetas del pensamiento único hayan heredado del marxismo dos rasgos tradicionalmente denostados por la derecha conservadora. Me refiero al economicismo y la utopía. El neoliberalismo actual va mucho más lejos que Marx cuando atribuye al Mercado (así, con mayúscula) un papel regulador no sólo de los intercambios económicos, sino de las relaciones sociales en su sentido más amplio, llegando a entronizarlo incluso como criterio ético universal. Y, consecuentemente, cuando espera de él lo que los viejos ilustrados pedían a la Razón: el advenimiento de una época de equilibrio pacífico entre los pueblos, superadas definitivamente sus contradicciones ideológicas. Quien dude de esto puede releer las famosas reflexiones de Fukuyama acerca del fin de la historia, en las cuales consideraba a la democracia liberal como "el último paso de la evolución ideológica de la humanidad".Esto viene a cuento del artículo de Carlos Rodríguez Braun Pobres pobres (EL PAÍS, 6 de junio de 1998), en el cual presenta la libertad de mercado como la única (al menos, no menciona otra) solución posible a los problemas del Tercer Mundo, descalificando de paso medidas como la condonación de la deuda externa, el movimiento del 0,7 y el papel de las organizaciones no gubernamentales.

Me apresuro a rescatar del artículo una idea que creo muy importante. Tiene razón Rodríguez Braun cuando denuncia la hipocresía de los países desarrollados que, mientras ponen en marcha tímidas medidas de ayuda a los pobres, cierran sistemáticamente los mercados a sus productos y a la inmigración de sus trabajadores. Resulta difícil dudar de que la famosa globalización de la economía está dirigida a abrir nuevos mercados para los países ricos antes que a asegurar un comercio justo para las mercancías y trabajadores de los países pobres.

Pero de ahí a suponer que el Mercado constituya la panacea para superar la creciente marginación de la mayor parte de la humanidad hay un largo trecho. ¿De qué mercado habla Rodríguez Braun? ¿No sabe un economista profesional que cualquier mercado, librado a sus propias fuerzas, tiende a concentrar el poder de decisión cada vez en menos manos? ¿Podría el Tercer Mundo superar siglos de subdesarrollo vendiendo plátanos a los países ricos mientras éstos se reparten la alta tecnología? Una igualdad de oportunidades planetaria, como la que propone Rodríguez Braun, implicaría nada menos que comenzar nuevamente la historia desde un equilibrio de fuerzas que prescindiera de los resultados de cientos de años de política colonial y de dos guerras mundiales, entre otras cosas. El Mercado del que habla el artículo se parece tanto al mercado real como la pequeña sociedad igualitaria con que soñaba Rousseau a la geopolítica actual. No tengo nada contra las utopías, pero en la medida en que el pensamiento utópico olvide la historia y se empeñe en desconocer elementales datos de la realidad, pasa a convertirse en una ideología regresiva. ¡Y que esto se le tenga que recordar a un liberal, cuyo orgullo consiste precisamente en apelar al realismo contra los viejos sueños irrealizables de la izquierda!

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El problema del Tercer Mundo -sin duda el más grave con que nos enfrentamos en este fin de siglo- es mucho más complejo y se resiste a soluciones simplistas. Por supuesto que hay que contar con el mercado y sus leyes, aunque convenga recordar que esas leyes no son de origen divino ni tienen una fundamentación metafísica. Pero eliminar de un plumazo toda política redistributiva, meter en un mismo saco las más variadas formas de proteccionismo, rechazar la condonación de la deuda externa y descalificar de paso la tarea que están cumpliendo las organizaciones no gubernamentales implica caer en un reduccionismo economicista que sobresaltaría al mismo Marx, mucho más matizado al respecto.

Uno se pregunta si estas propuestas fundamentalistas del liberalismo provienen de una ingenua creencia en la omnipotencia del mercado o de una defensa, consciente o no, de los intereses que convierten el mundo en un lugar inhabitable para la mayoría de sus habitantes al tiempo que un selecto grupo de ciudadanos concentra en sus manos la mayor parte de la riqueza disponible. En cualquier caso, temo que no serán nuestras ideas -liberales o no- las que cambien este estado de cosas, sino la fuerza de los hechos, que, como ha sucedido tantas veces en la historia, suelen imponer sus razones por caminos que todos preferiríamos evitar. Pero éste es otro tema.

Augusto Klappenbach es catedrático de Filosofía de Bachillerato.

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