El chantaje de los pobres
KOLDO UNCETA La nueva puesta en funcionamiento de la central nuclear de Chernobil, ha traído a escena un problema ya recurrente en las negociaciones internacionales de las últimas décadas, el de la exigencia por parte de países más desfavorecidos de una mayor implicación de los países ricos en la solución de graves problemas ecológicos que, aunque generados en ámbitos locales, tienen una clara afectación global. Chernobil representa un caso de irresponsabilidad de difícil parangón. Casi nadie pone en duda que la central tiene graves defectos de diseño, que las fisuras constantes en el circuito de refrigeración han provocado diversas fugas radiactivas y que, en definitiva, se trata de una instalación sumamente peligrosa. Tras el grave accidente que provocó en 1986 la explosión de uno de sus reactores, dando lugar a la mayor catástrofe conocida de la industria nuclear, se construyó un inmenso sarcófago con el objetivo de proteger la instalación hasta su cierre definitivo. Hoy, dicho sarcófago amenaza con derrumbarse, y sería necesaria una cantidad superior a los 100.000 millones de pesetas para hacer frente a la construcción de uno nuevo. Una cantidad inasumible para las mermadas arcas del Gobierno ucranio. Según no pocos observadores, la insistencia en mantener abierta la central estaría directamente relacionada con los mencionados problemas financieros a los que debe hacer frente la industria nuclear ucraniana. Chernobil representa en primer término un grave peligro para su entorno más próximo, pero las consecuencias de un accidente grave podrían alcanzar a buena parte de Europa, pues la radiactividad no entiende de fronteras ni viaja con pasaporte. De ahí que las autoridades locales alberguen la esperanza de que la recepción de posibles ayudas financieras del exterior pueda ser más factible si se percibe el peligro potencial que representa la instalación manteniéndola abierta. Estaríamos así ante un cierto chantaje en el que el cierre de Chernobil estaría condicionado a su financiación con fondos externos. El asunto no es del todo nuevo y pone de manifiesto las dificultades existentes para encarar la resolución de determinados problemas medioambientales de alcance internacional. Hace algunos años afloraron posiciones similares en los debates sobre la preservación del bosque amazónico. La teórica responsabilidad de los países de la zona chocaba con un contexto socioeconómico de empobrecimiento, en medio de la crisis de la deuda, y en el que las consideraciones medioambientales -el medio plazo- no tenían demasiada cabida en las preocupaciones de quienes debían luchar día a día por la supervivencia -el corto plazo-. Preservar la selva amazónica pasaba -y sigue pasando- por recomponer la situación social de miles de personas, para las cuales la preocupación internacional por el medio ambiente carece de significado frente a la incertidumbre respecto a su futuro más inmediato. Otro tanto podría hablarse de las negociaciones llevadas a cabo en su día sobre el uso de los CFC en la industria, tan perjudiciales para la capa de ozono. En aquella ocasión, los gobiernos de algunos países reclamaban aportaciones externas para acometer los necesarios cambios tecnológicos, amenazando si no con mantener los procesos productivos en marcha. Sería demagógico plantear, como hacen algunos, que las preocupaciones medioambienales son patrimonio de los ricos. Es el futuro de toda la humanidad el que está en juego. Pero es poco realista pensar que las sociedades más desfavorecidas, aquellas cuyo modelo de desarrollo se ha visto en demasiadas ocasiones condicionado desde fuera, vayan a asumir los costes de la preservación de los ecosistemas sin contrapartidas de otro tipo. Es el chantaje de los pobres. El producto de una situación en la que la última rama del último arbusto existente en las cercanías tiene un único significado para muchas personas: la posibilidad de hacer fuego para calentarse o para cocinar.
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